Vol. 9 / enero 2023
ARTÍCULO / ENSAYO. Autor: Faustino Martínez Martínez
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Decía Albert Camus, en el arranque de su maravilloso Mito de Sísifo, que el suicidio era el primero y principal de los problemas filosóficos: determinar si la vida merecía la pena ser vivida o no. Todo lo demás era secundario y relativo por ancilar. Si no éramos capaces de demostrar el sentido de la existencia, podíamos ahorrarnos todos los demás pensamientos que acababan por depender de aquel primero, todos los demás recorridos, de por sí relegados a un discreto segundo plano. Así, desde la óptica individual. Si miramos por encima del sujeto particular, podemos continuar en esa línea camusiana, ya enfilando una dimensión colectiva, comunitaria, plenamente política: el primero y principal de los problemas sociales, por ende, también jurídicos, es la fuerza, llámese como se quiera llamar (ya violencia, ya poder, ya dominación), más o menos adornada, más o menos explícita. Se puede así afirmar de un modo concluyente, sin miedo a la exageración, que el primer y principal problema que ha de abordar toda Filosofía del Derecho, concebida desde la óptica de lo social, como no podía ser de otra forma, es el modo y manera de controlar la fuerza y evitar su dictadura omnímoda, su imposición triunfante, sepultando todo lo que se halla a su alrededor. Se podría, pues, afirmar que el Derecho, todo el orden jurídico, con sus variadas tipologías normativas y sus intensidades obligatorias variables, ha sido creado para encauzar esa fuerza libre y anárquica, para limitarla, restringirla, darle pautas y, por fin, regularla. Hacerla previsible. Saber por dónde va a discurrir y evitar cualquier suerte de sorpresas. Esa previsibilidad, que conduce a la seguridad, es acaso la virtud que más y mejor tiene que cultivar el derecho. La que lo define como finalidad esencial. Saber qué es lo que va a pasar y con qué consecuencias. Anticiparse. Adelantarse. Para el conocimiento de todos y para su tranquilidad. En esa lucha contra la fuerza, transmutada en poder legítimo cuando aparece la forma y figura del gobierno, tan necesario y consustancial al ser humano como la propia vida social y la correspondiente vida jurídica (ahora, lo llamamos Estado), se han adoptada diversas soluciones y en todas ellas el derecho ha operado como la piedra de toque para ejercer esa disciplina sobre la fuerza, ese aseguramiento social que se exterioriza mediante un combate abierto con el poder, público o privado, para darle previsibilidad y también fundamento.
El modo moderno de articular esas relaciones ha sido la Constitución y, más específicamente, aquellas Constituciones surgidas en el siglo XVIII a partir de las revoluciones llamadas liberales. Antes de ese momento fundacional de los tiempos contemporáneos, existió la voz, la palabra y el concepto, pero anclado en las concepciones del Antiguo Régimen: había todo un elenco de prácticas, dispositivos e instrumentos que hacían que el poder no pudiera llegar, salvo en casos excepcionales y muy puntuales, a ser absoluto, en el sentido de totalmente desvinculado del Derecho y fundado en el puro capricho y la arbitrariedad (imprevisible, por tanto, anárquico, caótico, irregular). Ni siquiera ese Absolutismo político, que tiene una buena cantidad de mitología a su alrededor, fue algo tan extenso y tan intenso como se ha pensado. Nicholas Henshall lo ha demostrado en los últimos tiempos, centrando su enfoque en los casos francés e inglés, los más paradigmáticos. El monarca del Antiguo Régimen operaba con múltiples restricciones y límites que procedían de campos muy diversos: la religión, la educación, el derecho tradicional, la composición estamental y corporativa de sus reinos y dominios, su conformación institucional con asambleas y consejos variados, los juramentos, las relaciones políticas con otros reinos, etc. Todo este abigarrado conjunto de elementos formaba esa Constitución histórica, dispersa, ya escrita, ya consuetudinaria, variada en el tiempo y en el espacio, atmosférica puesto que estaba presente en cualquier lugar y en cualquier dirección a la que se dirigiese la mirada como una suerte de disciplina etérea, pero constante y a la que se podía recurrir. Era un orden prescriptivo de raíz tradicional, indisponible para el ser humano, ni siquiera bajo la forma de autoridad, que lo abarcaba todo y que todo lo disciplinaba bajo varias formas de saber, no necesariamente jurídicas todas ellas (ahí estaban la Teología, la Moral o la Filosofía para auxiliar). Sin embargo, su principal defecto era, precisamente, la ausencia de mecanismos para asegurar su aplicación, la garantía de todos esos principios limitativos de la acción de los monarcas anteriormente referidos (las llamadas Leyes Fundamentales: leyes sucesorias, leyes protectoras del patrimonio del reino o de su religión, entre otras). El diseño podía dar la sensación de restricción y de poder ordenado; su ejecución no permitía compartir ese diagnóstico. El poder acababa por triunfar y el individuo, empequeñecido, se disolvía. No había frenos efectivos, por ende.
Frente a todo esto, el Constitucionalismo en sentido moderno, el revolucionario y liberal, supo articular toda una gama de elementos que convirtieron a la Constitución en una máquina efectiva para el gobierno pautado y predeterminado. Se pensaba aquélla como un grupo central de normas que dirigían la forma de ejercitar el poder, al mismo tiempo que lo fundaban, que lo generaban. La Constitución origina todo el poder y, por supuesto, todo el derecho que aprehende al anterior. No sucede como en los momentos inmediatamente anteriores en que el poder se presuponía a lo jurídico y caminaba de un modo libre en la mayor parte de los casos. Se escapaba de sus lazos y abrazos. Fueron los revolucionarios franceses los que se atrevieron, en el verano de 1789, a determinar qué era lo que singularizaría a esta nueva norma jurídica: el famoso artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano advertía que una sociedad que quisiera tener a gala la posesión de una Constitución, en sentido moderno, esto es, racional y normativo, propiamente jurídico, debía garantizar derechos y libertades, primeramente, para después proceder a la separación o división de los poderes. Mediante lo primero, se lograba aquilatar el estatuto singular de los ciudadanos, ya no súbditos, a través del reconocimiento de unos derechos de perfiles naturales, que el poder no creaba, sino que reconocía, puesto que ya existían, y que, sobre todo, aseguraba, protegía, tutelaba. La misión de cualquier forma estatal era esta última labor tuitiva, lo que predeterminada su creación y la subordinaba a los nuevos ciudadanos. El poder nace para proteger, no para operar de manera irrestricta y arbitraria. Tiene un fin claro y específico. A él se debe. Es evidente que en tiempos anteriores había pléyade de derechos bajo la forma de privilegios, pero ahora cambiaba la sustancia de estos (esa naturaleza que conformaba un ordenamiento jurídico, el cual debía, conforme a la mentalidad ilustrada, iluminar al derecho positivo por su carácter esencialmente racional). Se generalizaban y se pasaban por el tamiz de la igualdad, al mismo tiempo que se ponían a su disposición todas las piezas de ese poder estatal llamado a su preservación. Precisamente, la primera forma de defender esos derechos y libertades era a través de una descomposición del monolítico poder que los reyes habían tenido hasta entonces: su soberanía amplia e irrestricta había pasado a un nuevo sujeto político, la nación, como suma de ciudadanos política y socialmente activos, dinámicos, combativos, y los predominantes perfiles jurisdiccionales hasta entonces en boga habían sido fraccionados en tres funciones claramente diferenciadas y asimismo atribuidas a tres órganos separados entre sí, sin posibilidades de injerencias, ni tampoco de interferencias en su actuar. Para acabar con el poder omnipotente y omnisciente, ese mismo poder tenía que ser sometido a un proceso de fragmentación, de suerte tal que esas nuevas manifestaciones de lo público operasen de modo independiente, dentro de su campo de acción correspondiente y sin entrar en las parcelas de los otros poderes configurados. Con ello, el poder se dominaba; pero, lo más importante, ese poder dominado, funcional y orgánicamente separado, era la primera garantía de que no cabría actuar sobre derechos y libertades de un modo arbitrario, de forma antinatural, de manera irracional, hasta el punto de la anulación de aquellos y de aquellas. Separar los poderes era el salvoconducto para que ninguno de esos poderes se erigiese en dominador absoluto de los estatutos particulares, de las diversas situaciones ciudadanas, las cuales debía aparecer siempre, aunque fuese en una mínima medida. Si acaso el legislativo, con su producto normativo singular (la ley), maximizada en tiempos revolucionarios, ostentaba cierta preeminencia, pero precisaba de la acción del ejecutivo para hacer realidad dicha producción legal, del mismo modo que requería de la actividad judicial para la correcta aplicación y determinación singular de ese cada vez más amplio corpus normativo generado conforme a nuevas ideas y principios (libertad, propiedad privada, fraternidad, legalidad, etc.). Pero sin llegar ninguno de esos poderes a limitar con la ausencia de controles o de fronteras en este diseño. Eso no era posible, cuando menos, en las concepciones más moderadas y realistas del momento revolucionario. Los jacobinos pensaban, claro está, de otra forma; por eso, su sistema, que contenía dosis excesivas de libertades, acabó por fracasar: porque debilitaba el poder hasta el punto de hacerlo inexistente, cuando era una pieza necesaria (peligrosa, pero siempre necesaria) en ese debate, en ese precario equilibrio entre el individualismo y el estatalismo.
Unos pocos años antes, desde las colonias americanas, se había conseguido cambiar el concepto de Constitución en oposición a esa versión histórica anteriormente dominante, uno de cuyos ejemplos había sido Inglaterra: los norteamericanos habían logrado forjar un texto escrito único, claro, breve y sencillo, obra de ese pueblo que se erigía como poder constituyente (y no como simple y llano recopilador de la tradición y de la historia), y que además otorgaba a ese mismo texto la condición de ley fundacional, de ley suprema y superior que creaba el poder, todo el poder, y que, en consecuencia, se situaba desde el punto de vista jerárquico por encima de todas y cada una de la actuaciones de los poderes llamados constituidos, derivados y secundarios (leyes, decretos, reglamentos, sentencias, autos, providencias, etc.), las cuales carecía de fuerza en tanto en cuanto saliesen de ese círculo de validez trazado por la Constitución, de esos límites establecidos en lo formal y en lo material. La reforma constitucional era la expresión externa de que nos hallábamos en presencia de un texto diferente, el cual debía reproducir en sus modificaciones los mismos consensos que en su creación, el mismo apoyo, la misma amplitud cuantitativa. Norma jurídica, pues, obra de un poder originario (el constituyente), absolutamente libre y metajurídico, más político que otra cosa, lo que le otorgaba esos perfiles de supremacía que la hacían indestructible frente a cualquier ataque de los poderes vicarios, subordinados a sus estrictos mandatos. La Constitución no era inmutable, ni estática, no era un producto intocable, pero su cambio tenía que venir determinado por unas amplias mayorías y por unos procedimientos de mutación agravados y reforzados. La ley esencial no podía ser cambiada como una simple ley, como una norma más. La forma era, pues, garantía del fondo, de lo material.
La combinación de estas dos tradiciones dio como resultado el producto jurídico más perfecto y completo que se ha conseguido idear hasta el día de hoy como forma de organización de la sociedad política, como forma de captación de sus valores y principios, y como forma, sobre todo, de defender a esa sociedad, siempre amenazada y siempre precaria, frente a los posibles ataques del poder, de ese mismo poder que quiere a la mínima oportunidad volverse absoluto y salir del marcaje que la Constitución le fija. Quedaba por resolver, sin embargo, una cuestión que no era baladí: la defensa de la Constitución. ¿Quién y cómo se podría combatir a aquellos que combaten contra la Constitución, a aquellos que se situaban más allá de la misma, que la vulneraban o violaban? En el caso de los Estados Unidos, la respuesta fue sencilla, conforme a su secular tradición jurisprudencial de raíz británica: los jueces eran los encargados de realizar esa función, de un modo desconcentrado, y con restricciones prácticas en cuanto a sus decisiones, puesto que no cabía la anulación de las leyes. No podían alterar el orden de los poderes, por lo que sus sentencias decretaban simplemente la inaplicación de aquéllas, afectadas por la inconstitucionalidad, al caso particular suscitado. La Suprema Corte sería la encargada de cerrar el círculo de defensa de la Constitución y de unificarlo, pero sin que su poder difiriese del conferido al más modesto de los jueces de paz del más remoto pueblo del más remoto estado de la Unión. Un ejército de jueces velaba así por la acción constitucional de todos los poderes públicos. Europa, en la senda francesa, concentró sus esfuerzos no tanto en la Constitución, sino en la ley, a la que sí se encumbró como una suerte de medicina universal contra el despotismo. Esa ley general, abstracta, igual, expresión de la voluntad general, que articulaba los derechos y libertades, que conciliaba lo individual y lo colectivo, resultado de la activación de la soberanía del cuerpo político, era la fuente predominante, la manera de hacer y desarrollar lo que la Constitución determinaba, aunque sin diferir mucho de aquélla en lo sustancial. De hecho, la Constitución se reputó como una suerte de ley, sin mayores especificaciones, por lo tanto, como un texto que podía ser remozado, cambiado y alterado por acuerdo de los poderes constituidos sin apenas limitaciones, en todo momento y en todo lugar, sin procedimientos especiales de mutación. No se reputaba como norma jurídica suprema, sino como norma jurídica ordinaria, no sometida, por ende, a unos cauces especiales de reforma. Digamos que prevalecía su sentido político, como programa de una facción, grupo o partido, frente a su perfil eminentemente jurídico. Esto provocó en Francia, primero, y en toda Europa, después, un cierto retraso en la concepción de la Constitución como auténtica norma jurídica superior. Se entendía como simple disposición legal y como tal era tratada, sin mayores especificidades, ni preocupaciones.
No será hasta el Constitucionalismo europeo que sigue a la Primera Guerra Mundial, cuando cambie esta percepción, cuando se superen las limitaciones conceptuales del siglo XIX y se aborde la idea de una Constitución como norma jurídica a todos los efectos y como norma suprema indiscutible, origen de todo el derecho y de todo el poder. Y además dotada de un instrumento preciso para su defensa a ultranza: los tribunales constitucionales, como órganos centralizados, dedicados exclusivamente a verificar la concordancia o no de las acciones del poder político con lo que ordenasen las Constituciones, de modo abstracto. Un legislador en sentido negativo que expulsaba por nulidad aquellas disposiciones opuestas a los valores, principios, preceptos y procedimientos constitucionales. Quien está detrás de todo esto es Hans Kelsen, acaso uno de los mejores juristas de todo el siglo XX. Su némesis fue Carl Schmitt, quien otorgaba al Jefe del Estado esa labor de protección suprema del texto capital, de la norma de normas. La Constitución austríaca, del año 1920, por inspiración del primeramente citado, llevará a cabo ese nuevo experimento institucional, luego copiado por buena parte de los textos coetáneos y más adelante también por los que siguen a la Segunda Guerra Mundial. Hoy, esa Constitución en sentido normativo y esa defensa a partir de órganos específicos para su tutela, no incardinados dentro del poder judicial en sentido estricto, son el sello de distinción de los países que pueden hacer gala de conformar sólidos Estados de Derecho, democracias avanzadas, liberales, plenamente organizadas, donde imperan los poderes divididos, responsables, sometidos a todo el bloque de constitucionalidad, y donde se siguen dando por supuestas esas dos reglas que los revolucionarios franceses habían lanzado para que se pudiese certificar que una sociedad tenía una Constitución y que no era, por tanto, un mundo despótico, donde la tiranía campaba a sus anchas.
La Constitución sigue siendo eso. Y con ella, las leyes que la desarrollan dentro de sus respectivos cauces o parámetros. Sigue siendo el remedio preventivo contra el abuso del poder, la arbitrariedad, los comportamientos autoritarios, las derivas que nos colocan en el reino del capricho y de la veleidad. Y asimismo el remedio reactivo cuando los preliminares no son suficientes para frenar esas actuaciones. Fuera de la Constitución está la barbarie, la destrucción, la ruptura de cualquier consenso mínimo de tipo social, las tinieblas donde no existe el derecho y, por tanto, donde no hay nada positivo y aprovechable para la convivencia. Es el dominio de lo irracional con la subsiguiente quiebra de la seguridad, la previsibilidad y la certidumbre. Dentro de la Constitución y solamente dentro de ella, con el apoyo en las leyes obradas conforme a los valores, principios y procedimientos que la propia Constitución define, está la civilización, el espacio donde se puede morar y construir un hogar jurídico de verdad, sólido y asentado, cálido y humano. Cualquier ruptura de esta ecuación conduce, indefectiblemente, al caos. Por eso, si se nos permite retomar las palabras iniciales de Albert Camus, adaptarlas y hacerlas nuestras, la ausencia de Constitución, con los perfiles vistos, sería la forma de permitir el suicidio de la sociedad y, con él, la muerte de los individuos que la componen. Se convierte así la norma constitucional en el primer problema filosófico, ya en lo individual, ya en lo comunitario. Casi nada. El poder sigue buscando su superioridad, su irresponsabilidad, su inmunidad completa. Quiere escapar de las redes que Constitución y leyes tejen para impedir sus maniobras torticeras y sucias, al margen de cualquier control. Tarea de nuestro tiempo es fijar los marcos en que ese poder se pueda mover conforme a dispositivos de protección y de equilibrio que han demostrado su efectividad a lo largo del tiempo. Sin aquélla, sin estos, estaremos simple y llanamente perdidos, expuestos al capricho del gobernante, y, por tanto, irremisiblemente condenados a la servidumbre para siempre. Por eso, los acontecimientos que estamos viviendo estos días no deben contemplarse con alegría, sino con honda preocupación y amargura. Está en juego la sociedad política misma, el derecho, la convivencia, el aire que respiramos. No pocas cosas nos van en este embate. La Constitución ha acabado por identificarse con el bien, con el fluido ético que debe inspirar toda suerte de normas. Enfrente está, pues, el mal y la amoralidad más absoluta, el oportunismo y el vacío intelectual. No creo que haya dudas en la elección y en la defensa que estos tiempos inciertos y aciagos ponen ante nosotros. La defensa es ya tarea de todos los ciudadanos responsables. Algo inmediato e imperativo. Recuérdese que para que triunfe el mal basta simplemente con que los buenos no actúen. Es el momento de demostrar que los buenos somos más y mejores que los malos. Sólo así podremos salvarnos todos, incluidos estos.
CITA BIBLIOGRÁFICA: F. Martínez Martínez, «Constitución, ¿Qué hay en un nombre?», Recensión, vol. 9 (enero-junio 2023) [Enlace: https://revistarecension.com/2023/02/07/constitucion-que-hay-en-un-nombre/ ]