Vol. 6 / julio 2021
ARTÍCULO / HISTORIA-ACTUALIDAD. Autor: Carlos Sánchez Lozano – ÍNDICE del vol. 6
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El término ‘guerra civil’ es esencialmente controvertido, entre otras cosas porque involucra inevitablemente a su derivado ‘guerracivilismo’. Se trata indudablemente de un gran asunto de Historia de las Ideas. Ahora bien, para empezar, el hecho es que la historia muestra que el concepto de ‘guerra civil’ no ha tenido formulación estable ni ha sido objeto de una definición consensuada. Aun menos el de ‘guerracivilismo’. Como dice en un libro relativamente reciente, que después expondré, David Armitage (Las Guerras Civiles. Una historia en ideas, Madrid, Alianza, 2018), profesor de Historia del Pensamiento Político e Historia Mundial en la Universidad de Harvard, “no existe ninguna gran obra con el título Sobre la guerra civil equiparable a De la guerra, de Carl von Clausewitz o a Sobre la revolución, de Hannah Arendt” (p. 19). De ahí que, para dar respuesta a la pregunta sobre la entidad del concepto de Guerra Civil, se haya propuesto escribir una historia de las guerras civiles, lo cual queriendo decir, según él mismo aclara, que su intención no ha sido proporcionar una teoría que abarque el campo completo del asunto, sino “desvelar los orígenes de nuestras actuales insatisfacciones, explicar por qué perdura nuestra confusión acerca de la Guerra Civil y por qué nos negamos a mirarla de frente” (p. 20). Dicho esto, es necesario anotar dos cosas: la primera, de todo punto evidente, que es imprescindible un sustento bien formado acerca de qué sea la Guerra Civil, y la segunda el debido conocimiento de los clásicos, a fin de iniciar el estudio correcto del ‘guerracivilismo’. De lo que ha de seguir nuestra mención aquí al pensamiento más general sobre la guerra de Francisco Suárez y Francisco de Vitoria, que Armitage desgraciadamente ignora.
Para la cultura española contemporánea, es decir dejando al margen vetustos y arriscados asuntos como las llamadas “guerras civiles de Granada”, instalados en la imaginería, o los no tan vetustos proporcionados por el “Carlismo”, lo cierto es que existe un peso moral y bibliográfico abrumador en torno a la terrible guerra civil padecida en la primera mitad del siglo XX. Que ésta fuera celebrado teatro del internacionalismo, que hubiese dado curso a una violencia de poder soviético la cual alcanzara resultado insoportable para buena parte del bando que supuesta o indirectamente la respaldó, o que su desenlace fuera de total fracaso para quienes principalmente indujeron a ella, son grandes aspectos que han sido objeto de estudio e incluso manipulación hasta el hartazgo. Quizás no menos llamativo es que la historiografía inglesa se haya hecho cargo mayormente, o con especial significación, del estudio de la Guerra Civil española, pero acaso especialmente que entre sus éxitos mayores se encuentre el de historiadores mal disimuladamente partidistas, así el caso ya bien reconocido de Paul Preston, excelente y prolongado caldo de cultivo para el guerracivilismo. Pero también es de subrayar que ya existe una generación verdaderamente renovadora en España de esta historiografía, para lo que nos bastará con recordar a Roberto Villa, autor reciente de 1917. El Estado catalán y el Soviet español, y coautor, junto a Álvarez Tardío, de 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular.
Existe actualmente un penoso fenómeno, que requiere urgente estudio o al menos una primera aproximación, consistente en los modos de reactualización instrumental o política de la Guerra Civil, es decir cuestiones de ideología o de simple partidismo. Se trata del actual intento de derribo de la internacionalmente halagadísima “Transición española a la democracia”, operación política que venía a poner fin a la época de la dictadura franquista e inauguraba una bien fundada Monarquía constitucional parlamentaria que definitivamente superaba nuestra Guerra Civil.
Esa “Transición”, reconocido prodigio de encuentro como pocas veces se ha producido en la Historia, actualmente objeto del más acendrado guerracivilismo, empeñado nada menos que como política de gobierno en resucitar el conflicto superado, proviene sustancialmente de un conflicto bélico civil que se había iniciado hace casi un siglo y desde casi medio se encontraba en estado de definitiva resolución o de resuelto. ¿Es esto posible? Para el resucitado guerracivilismo, o neoguerracivilismo, todo parece indicar que sí. Esto, que desde lejos y con frialdad pareciera se trata de asunto pintoresco, en nada lo es, como de ninguna manera lo era aquel hecho o anécdota, que adquirió valor categórico en la prensa, la literatura de ficción y hasta en la cinematografía, en referencia a distintos momentos guerracivilistas españoles, pues no se trataba de guerra sino de guerracivilismo, particularmente a propósito de la denominada “Semana Trágica de Barcelona”, cuando un enviado o periodista anglosajón daba respuesta por cable a la demanda de información de los medios de prensa, a los que como enviado o corresponsal servía, en términos de este cariz: ¡¡No, no, no han sido tomados centros de comunicación, nudos de ferrocarriles…., principalmente queman iglesias y matan monjas y curas católicos y sus feligreses!!
El guerracivilismo, por desgracia, es hoy un problema de actualidad en España. El guerracivilismo español tiene sin duda una precedencia entre cuyos fundamentos se encuentra el anticlericalismo (estudiado por Caro Baroja), bien justitificado, como a veces sin duda lo hubo de estar, o bien sobre todo como mera ideología y propaganda fuertemente agresiva y falaz. En fin, el hecho es que el guerracivilismo, por completo desaparecido en Europa acaso a excepción de los países balcánicos, en España cardinalmente se basa en una descarnada proclama mágica contra el Catolicismo y la Iglesia, supuestos sujetos del mal nacional, cuando de hecho fueron sustento de la nación y aun hoy en día mantienen buena parte de la red asistencial del país y definen (en particular Cáritas) la única ONG importante, por decirlo de manera rápida y graciosa, reconocida por las investigaciones y tenida por la ciudadanía como no corrupta. ‘Catolicismo’ es palabra de valor mágico, primitivamente simbólico para quienes se sienten sus oponentes ideológicos. El término ‘Catolicismo’ es promovido a una dialéctica plural pero unificante en la cual queda opuesto a ‘ateísmo’, a ‘comunismo’, a ‘socialismo’, a ‘materialismo’, ‘liberalismo’, ‘anarquismo’, a ‘progresismo’ en fin como buscado corolario de ismos ‘de avanzada’.
Ciertamente, el asociacionismo vario y frentista de ‘Catolicismo’, ‘Iglesia Católica’, y sus variantes, entre ellas ‘Nacionalcatolicismo’, es indisociable del más sólido guerracivilismo español, desde el siglo XIX hasta su reactivación más actual. Hasta el punto, no podríamos decir si triste o, pese a todo, hilarante, de que una autoridad o cargo político actualmente en ejercicio, de género femenino, poco antes de ocupar el cargo irrumpió en una iglesia católica madrileña a pecho descubierto y al grito de: ¡¡Arderéis como en el 36!! La ingenua, entonces activista aún sin cargo público sufragado por la Administración pública, no podía sospechar que resultaba ser, acaso para la posteridad, o para las redes sociales que hoy le dan vida, brillante, o insuperable por inconsciente, portavoz de penuria intelectual y desgracia ética.
Se trata de una empresa actual, la guerracivilista, como es sabido promovida desde dos de los últimos periodos de gobierno izquierdista de la nación mediante activaciones tanto de orientación política disgregadora del propio Estado como de legislación partidista encaminada al fomento acelerado del desencuentro bajo insostenible andamiaje de justicia histórica, insostenible entre otras razones por no estar dirigido en pie de igualdad a las dos partes que se supone debiera atender. Nada más lejos que atender al genocidio de Paracuellos, holocausto de sacerdotes y sus feligreses. Ciertamente, hemos disfrutado y disfrutamos de presidentes de Gobierno que definen un hito ya extraño o ya incalificable de regresión política y moral, probablemente resultado de simples ambiciones al tiempo que de inconfesables articulaciones postpolíticas que la historiografía próxima habrá de dilucidar, naturalmente muy al margen del eco del fragor de las circunstancias bélicas y complicadísimas que dieron forma a la triste Guerra civil española y al régimen previo que la prefiguró. Pues el guerracivilismo actual, que como es evidente significa un modo de regresión a la pasada guerra civil, constituye de otra parte, cabe conjeturar, una formulación de valor autónomo y seguramente punible.
Está por escribir la historia del guerracivilismo, en la cual el caso español contemporáneo, al igual que en lo referente a la última Guerra Civil, habrá de ser clave. El libro de Armitage no se ocupa de ‘guerracivilismo’, y lleva por subtítulo “una historia en ideas” dado que, según propone, “la historia de las ideas reconstruye las biografías de grandes conceptos como si las ideas fueran algo vivo por sí mismas y tuvieran una existencia independiente de quienes las sostienen” (p. 35). Por eso él considera preferible construir historias más sutiles y más complejas en ideas sobre periodos más amplios, y aclara:
Las “ideas” que dan su estructura a esta clase de historia no son entes desencarnados que realizan incursiones intermitentes en el mundo terrenal desde el reino celestial del idealismo, sino mas bien puntos focales de argumentos diseñados y discutidos de manera episódica a lo largo del tiempo, cada una de cuyas instancias se conecta conscientemente –o al menos de manera comprobable– con otros puntos focales, tanto anteriores como posteriores. Aun cuando sus supuestos no sean idénticos, esas “ideas” están mutua y temporalmente relacionadas por una misma palabra. También parecen conectadas por el peso de significados acumulados a partir de su dialogo con el pasado y, en ocasiones, con el futuro. La guerra civil es una candidata de primer orden para este tipo de historia en ideas (p. 35).
Según los “puntos focales de argumentos”, Armitage identifica un total de cuatro tradiciones sobre la guerra civil: primero, la tradición griega de stasis, que significa literalmente “estar” u “ocupar un lugar” con sus asociaciones de “facción”, desacuerdo y disensión interna. Segundo, la formulación romana de “guerra civil” (bellum civile) literalmente una “guerra de ciudadanos o entre conciudadanos. Tercero, la tradición árabe en la que el término fitna (cuyo significado varía entre anarquía, discordia, división y cisma, en particular el cisma doctrinario fundamental en el islam entre suníes y chiíes) es portador de algunas connotaciones similares a las de sus equivalentes en la tradición romana. Y cuarto, los conceptos chinos de “guerra interna” o nei zhan que también se encuentra en japonés: naisen.
Ahora bien, dado que no se ha realizado ningún intento de reconstrucción de estas tradiciones, según afirma Armitage, actualmente resulta imposible cualquier comparación entre ellas. No obstante, sí es posible exponer, como derivaciones de la tradición romana, los tres momentos más importantes de la misma: El primero de estos momentos se situaría a finales del siglo XVIII, cuando fue preciso distinguir entre Guerra Civil y otra categoría de insurrección política violenta y transformadora, la de Revolución. El segundo, a mediados del siglo XIX, cuando se realizaron los primeros intentos de fijar un significado legal de Guerra Civil, coincidiendo con la Guerra Civil Norteamericana de 1861 a 1865, y el tercero, durante las últimas fases de la Guerra Fría, cuando resultó imprescindible definir la expresión con el fin de analizar conflictos en todo el mundo en una época de guerras por delegación y descolonización.
Estos momentos constituyen el núcleo de la historia de la Guerra Civil en ideas de Armitage, cuyo libro se divide en tres partes de dos capítulos cada una. La primera parte la dedica a la Tradición Romana, la segunda a la Era Moderna, y la tercera a la Actualidad. Lo expondré en ese orden.
La Tradición romana.– La Guerra Civil no es un hecho natural sino un “artefacto” de la cultura humana y puede datarse en el siglo I a.C. en Roma, pues los romanos fueron los primeros en vivirlo como Guerra Civil. Tal vez por ser los primeros que asociaron el término “civil” (esto es, “entre conciudadanos”) al hecho de la guerra. Fueron, pues, los primeros en aceptar la vinculación de estos dos elementos. Cosa que los griegos siempre se resistieron a unir.
Los griegos tenían ideas claras sobre la guerra, a la que llamaban pólemos (un conflicto armado por una causa justa con un enemigo exterior), pero cuando el enemigo, o el bando contrario eran conciudadanos, la idea de guerra que de ello se desprendía resultaba paradójica e inasumible conceptualmente como tal: una guerra que no podía ser guerra, contra enemigos que en realidad no eran enemigos. A esto se sumaba que el pensamiento político griego apreciaba la armonía por encima de otros valores. Y si la armonía era considerada el mayor bien, la división era el mayor mal. El término griego para designar el mal que dividía la ciudad era stasis. Este término también se fundamentaba en una paradoja. La voz es la raíz de nuestro adjetivo “estático”: ausencia de movimiento; sin embargo, otro significado era “posición”, “actitud” y de ahí, por implicación, “tomar posición” en una discusión política. Esta toma de posición o stasis, se convirtió en sinónimo de disensión o partidismo, es decir, algo parecido a lo que más tarde se conocería como Guerra Civil. Parecido, sí, pero no idéntico, pues para los griegos, la política en tanto que arte de gobernar era en realidad la sustitución de la stasis. Este término era, pues, en el pensamiento político griego, más un estado mental que un acto de oposición física.
El relato griego clásico de la stasis se halla en el tercer libro de la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides, dedicado al episodio de las sediciones en Córcira en 427 a.C. y constantemente citado por incontables comentaristas modernos como la imagen primigenia de Guerra Civil.
Tucídides describe la stasis como una enfermedad que se extendía por las ciudades de Grecia con múltiples síntomas: no desaprobación e incluso exaltación de malas acciones, incumplimiento de leyes, quebrantamiento de juramentos, anarquía…; por consiguiente, predominio del fraude, la deshonestidad y la venganza. Así, todo tipo de delito se convertía en motivo de orgullo y no de vergüenza. Sin embargo, según Armitage, lo más importante en el relato de Tucídides, que aquí importa resaltar, es la demostración de la quiebra moral de la polis, pues no resultaba posible argumentar causa justa del conflicto, cuando toda justicia había desaparecido y los criterios morales ya no se aplicaban. No obstante, los griegos sí podían imaginar una guerra en su propia polis, si por ésta se entendía una aglomeración de familias; a esto llamaban guerra doméstica (oikeios pólemos). Lo que no podían imaginar era una guerra en el seno de la polis entendida metafísicamente; eso habría sido como una guerra contra sí mismos.
Por el contrario, en Roma y por definición, cualquier cosa que ocurriera en el marco de la comunidad era “civil” porque tenía lugar entre ciudadanos. Se cree que la palabra latina civilis hizo su aparición en el siglo II a.C. como término técnico del vocabulario jurídico y político romano. Es posible incluso que la expresión bellum civile se forjara de acuerdo con el modelo ius civile, o “derecho civil”: aquel que regía las relaciones entre los miembros de una misma comunidad política y que era un conjunto de normas distintas del “derecho de gentes” (ius gentium) el que regía las relaciones entre romanos y extraños.
Los historiadores coinciden en situar los inicios de la sucesión de guerras civiles de Roma cuando el cónsul Lucio Cornelio Sila marchó sobre la ciudad al frente de un ejército en el 88 a.C., violando de este modo el principio más importante para cualquier cónsul o mando militar romano: tratar a los ciudadanos de Roma como enemigos. Este acto implicaba, asimismo, la introducción de los dos elementos vertebradores de la Guerra Civil, primero, que la guerra debe desarrollarse dentro de las fronteras de una única comunidad política y, segundo, que en una Guerra Civil debe haber al menos dos contendientes y uno de ellos con legítima pretensión de autoridad sobre la comunidad.
Pero, ¿cuál es la memoria de la guerra civil en Roma? Según parece, fue Cicerón el primero en emplear la expresión “guerra civil” en su discurso en defensa de Pompeyo del 66 a.C. y esta mención demuestra que la expresión ya se empleaba de manera generalizada.
A los oradores, poetas e historiadores romanos les preocupaba la idea de la recurrencia de la guerra civil, por eso iniciaron su reflexión sobre la responsabilidad de las guerras civiles en busca de señales de decadencia moral. Sus respuestas, como estudia Armitage, dieron lugar a ciertas lecciones claras e intranquilizadoras que se repetirían durante varios siglos, a saber: que las guerras civiles se producían en serie, que dejaban heridas incurables, herederos que exigirían venganza y divisiones que desmembrarían la ciudad de Roma e incluso todo el Imperio. Pero el problema más importante que afrontaron en su reflexión fue dónde comenzar exactamente su relato. Una explicación a corto plazo implicaba que la guerra civil era accidental por naturaleza y que su repetición no era probable. Sin embargo, la visión más difundida relacionaba el conflicto con la historia romana e incluso con cierto sentimiento de culpa, pues era factible asumir que ya en la fundación misma de la ciudad hubo problemas con el asesinato de su hermano perpetrado por Rómulo. Empero, la mayor parte de los historiadores romanos situaban la fuente principal del conflicto en la lucha social, esto es, en el programa de reforma que los hermanos Tiberio y Cayo Graco intentaron llevar adelante en el siglo I a.C. Como observara Cicerón, fue la división entre quienes apoyaban a la aristocracia (optimi) y los que adoptaban el lado del pueblo (populares) aquello que sembró las semillas de la discordia en la republica romana.
Efectivamente, indica Armitage, los diversos análisis de las guerras civiles del canon histórico romano fueron más acumulativos que excluyentes. Así, el mito de Rómulo y Remo explicaría la causa fundamental de la tendencia de la ciudad al conflicto. El ataque de índole moral de Salustio a la opulencia y la corrupción posterior a la derrota de Cartago, sugiere precondiciones; y las enumeraciones de Cicerón y otros de las divisiones que se produjeron en tiempos de los Graco, prefiguran las escisiones que más tarde culminarían en abiertas facciones y en divisiones más profundas en el seno del cuerpo político, y que inducían permanentemente a los romanos a tomar las armas contra conciudadanos.
Ahora bien, el relato más completo, estudia Armitage, de la propensión romana a la Guerra Civil fue la versión cristina que Agustín detalló en La ciudad de Dios. Agustín sitúa el origen de la debilidad moral del imperio y su tendencia a la división antes del nacimiento de Jesús y la atribuye, precisamente, a la serie de acontecimientos que mencionaron los historiadores romanos de la Guerra Civil que le habían precedido, y no únicamente Agustín, pues, asimismo, Paulo Orosio, sacerdote español que había migrado al norte de África escribió, a instancias de Agustín, su propio relato contra los paganos en respuesta al saqueo de Roma.
En suma, según Armitage, el canon de las guerras civiles de Roma, de César a Agustín, dio lugar a tres relatos de influencia perdurable. Primero, el que podría denominarse relato republicano. Éste describía la sucesión de las guerras civiles como surgidas de las propias raíces de Roma, lo cual significaba que civilización y propensión a la guerra civil se entendían inseparables. Segundo, el relato imperial. En éste la argumentación era similar, pero se llegaba a conclusiones distintas: la guerra civil se interpretaba como una enfermedad persistente del cuerpo político y sólo tenía una cura posible: la restauración de la monarquía o la exaltación de un emperador. Y tercero, el relato cristiano según el cual la guerra civil era consecuencia del gran pecado de una comunidad dedicada a las cosas del mundo antes que a la gloria de Dios.
La Era Moderna.– Los relatos romanos sobre la guerra civil fueron básicos en la tradición clásica transmitida por las instituciones educativas en Europa y América. Así, entre 1450 y 1700, las ediciones de los autores romanos sobre la guerra civil superaron con mucho las de sus predecesores griegos. Siendo los textos reimpresos con mayor frecuencia, los de Salustio, César, Tácito y Floro.
De este modo, siguiendo la interpretación mantenida por Armitage, la serie romana de guerras civiles fue la fuente de inspiración de una parte del pensamiento, la literatura y la teoría política de la Europa medieval tardía y principios de la moderna. Maquiavelo, Montaigne, o Shakespeare son ejemplo de ello; si bien la tragedia inglesa más popular del siglo XVII sobre la guerra civil no fue escrita por Shakespeare, sino por Ben Jonson, quien escribió su Catilina (1611) basándose en el relato de Salustio sobre la conjuración de Catilina. Asimismo, el poema de Lucano sobre la guerra civil entre César y Pompeyo sirvió de modelo a las historias posteriores de guerras civiles. Verbigracia, la historia en verso conocida como “Guerra de las Dos Rosas” escrita por Samuel Daniel. En el plano de la teoría política, a comienzos de la Inglaterra moderna, Lucano era el poeta que más inspiraba a quienes dudaban de que la monarquía fuese la mejor organización política, y más tarde, a quienes darían su apoyo al Parlamento contra la Corona en las guerras civiles inglesas de mediados del siglo XVII.
Las ideas sobre la guerra civil que se encuentran en Lucano y sus imitadores, mantiene Armitage, conciben el presente como resultado de las luchas del pasado, y el futuro como lo que probablemente surja de un proceso similar de “cruentas facciones” y “tumultuosas agitaciones” esta tendencia a mirar retrospectivamente las guerras civiles y proyectar al futuro sus consecuencias se intensificaría en Gran Bretaña a lo largo del siglo XVII. De tal modo que los análisis de la guerra civil a comienzos de la Europa moderna se realizaron fundamentalmente en el campo de la Filosofía del Derecho. Por ejemplo, Hugo Grocio en 1604 inspirándose en el pensamiento jurídico romano, sostenía que la guerra no era justa ni injusta en si misma, que no se trataba en absoluto de una expresión normativa, sino descriptiva, cuyo único significado era el de “acción armada contra un adversario armado”. Lo que determinaba que una guerra fuese justa era la naturaleza de su motivo. Por consiguiente, Grocio dividió las guerras en dos clases: públicas, si eran financiadas por el Estado y privadas, si la fuente de financiación no era el Estado. Grocio añadió una especificación “la guerra pública” puede ser “civil” (cuando se libra entre una parte del mismo Estado) o “externa” (cuando lo es contra otros Estados). Como adelanté, Armitag parece desconocer tanto a Suárez como Vitoria, o sea la Escuela de Salamanca, en la que cuando menos hubiese podido completar sus argumentos.
Por su parte, el crítico de Grocio, Thomas Hobbes, resume Armitage, consideraba que las guerras civiles provienen de la carencia de moralidad, de ahí que, según Hobbes, la tarea decisiva de cualquier autoridad adecuadamente constituida es la de asegurar la paz a todos sus ciudadanos. Además de las guerras entre Estados, Hobbes distinguía otras dos formas de guerra: la civil y la competición entre individuos en estado de naturaleza. La guerra civil, por definición, sólo puede darse tras la creación de una comunidad (civitas) y surge cuando la autoridad pública se divide.
Locke, negaba que el Estado por naturaleza fuera un estado de guerra, que él no definía como “impulso apasionado y momentáneo, sino como una premeditada y establecida intención contra la vida de otro hombre” (p. 125). Con respecto a la guerra civil consideraba que mientras no se restaurase la autoridad justa, la guerra implicaba la extinción de la comunidad, el colapso de la sociedad civil, el abandono de la propia civilidad. Sin embargo, todos los autores estaban de acuerdo en que, si algo habían enseñado las obras sobre la guerra civil, era la elevada probabilidad de que, una vez comenzados los ciclos de guerra civil, se repetirían sin interrupción.
Ahora bien, a finales del siglo XVIII comienza a emerger poco a poco en Europa un nuevo relato de las agitaciones políticas que, estudia Armitage, también vincula el pasado con el futuro, pero esta vez con un añadido de posibilidades utópicas. Según esta visión, una secuencia de revoluciones sería ya menos una serie de guerras civiles que un relato central de luchas, ya no congénitas, sino de emancipación moderna que empieza con la Revolución norteamericana y la Revolución francesa y se desarrolla en la historia. Pero esta esperanza revolucionaria sólo podía sostenerse si se pasaban por alto tanto las semejanzas entre Guerra Civil y Revolución, como el considerable solapamiento recíproco de los conceptos que se emplean para entender una y otra. Empero, la era de las revoluciones también fue una era de guerras civiles.
Considera Armitage, que la necesidad de distinguir entre Guerra Civil y Revolución es un supuesto fundamental de la política moderna, dado que la visión, según la cual la Revolución es impulsada por elevados ideales y esperanzas de transformación, mientras que la Guerra Civil está animada por motivos deleznables y violencia absurda, puede remontarse a finales del XVIII. Es más, esta idea persistió incluso después de la caída del Comunismo, en 1989, hasta nuestro actual tiempo de guerras civiles, pues pareciera haber convincentes razones para mantener conceptualmente diferenciadas Revolución y Guerra Civil. No obstante, al menos desde el hundimiento del Comunismo, se ha vuelto más difícil considerar las revoluciones sin una aguda conciencia de la violencia y la devastación humana que las acompaña. El resultado, después de 1989, es que el estudio comparado de la Revolución decayó, mientras que el estudio de la Guerra Civil, experimentó un gran adelanto. Así fue como se redescubrió una verdad que había permanecido hasta entonces oculta: la de que el núcleo de la mayoría de las grandes revoluciones modernas fue la Guerra Civil.
No obstante, la oposición entre Revolución y Guerra Civil tiene profundas raíces históricas, si bien la Guerra Civil era el tipo de calamidad que el progreso de la Ilustración debía erradicar en el futuro, pues Revolución, equivalía a transformaciones útiles en todos los campos de la actividad humana: educación, moral, derecho, política, literatura, ciencia. La ausencia de entrada para “Guerra Civil” (guerre civile) ni apartado en el artículo sobre “Guerra” en la Encyclopédie (1751-1765) de Dideront y D’Alembert es, por sí misma, una clara indicación del éxito que los philosophes atribuían a su época en la erradicación del problema. Sin embargo, los pensadores europeos de finales del siglo XVIII distinguían tres tipos de Guerra Civil, que Armitage llama: “sucesionista”, “supersecesionista” y “secesionista” (pp. 140ss). Las guerras civiles sucesionistas surgían de las disputas por la sucesión a los tronos de Europa. Las guerras civiles supersesionistas eran aquellas en las que los bandos enfrentados luchaban por la autoridad sobre un mismo territorio con la novedad del estatus atribuido a cada bando por un lado el soberano y por el otro los rebeldes. La guerra civil secesionista, por contraste, era un hecho relativamente nuevo a finales del siglo XVIII, pues si bien la categoría de secesión es de origen romano, su significado había sido mucho más específico que el que adquiriría en tiempos posteriores, secesión significaba que la plebe –las clases bajas de Roma– se retiraban a espacios exteriores de la ciudad. En tres ocasiones: 494, 449, y 287 a.C. tuvieron lugar secesiones de la plebe, pero estas acciones no condujeron a guerras civiles. El término moderno de secesión se refería más al intento de una parte de la comunidad política de romper vínculos con la autoridad política existente y afirmar su independencia y el antecedente más notable que podía considerarse en el siglo XVIII, fue la revuelta holandesa contra la monarquía española de finales del siglo XVI.
El caso paradigmático de la implicación mutua de Revolución y Guerra Civil es la sanguinaria Revolución francesa, dado que en los años posteriores a 1789, la revolución desarrolló una autoridad con su derecho propio en cuyo nombre la violencia política era legitimable. Sin embargo, los adversarios de la revolución han intentado negar la legitimidad de ésta, llamando la atención sobre la violencia y la destrucción que acompañan a todo esfuerzo por derribar el orden social y económico existente, precio que jamás ninguna transformación podría justificar. Edmund Burke, por ejemplo, creía que Francia se había quebrado en dos partes tras el asalto a la Bastilla, y por consiguiente rechazaba la idea misma de Revolución y sostenía que Gran Bretaña y sus aliados podían intervenir en Francia al lado del rey y de quienes lo apoyaban.
En el caso de la Revolución rusa, tanto Lenin como Stalin coincidían en que la lucha de clases lleva implícita la guerra civil. Por tanto, para los actores revolucionarios, la guerra civil era parte integral de la evaluación de las causas, el curso y las consecuencias de las “revoluciones” modernas. Por eso puede afirmar Armitage que, desde este punto de vista, deberíamos considerar seriamente la hipótesis de que la Guerra Civil fue el género del cual la Revolución era solo una especie (p. 171).
El gran innovador de la concepción moderna de la Guerra Civil fue el suizo Emer de Vattel y su obra más importante consiste en un resumen de Derecho Natural aplicado a la conducción de Estados o Naciones, titulado El derecho de gentes (1758). El libro sirvió como fuente de inspiración de los revolucionarios de América Latina y Europa del Sur y su difusión fue tan grande que hasta mediados del siglo XIX era frecuente encontrarlo en los despachos de abogados y políticos de todo el mundo. Vattel intentó por primera vez insertar el concepto de Guerra Civil en el terreno del Derecho de las naciones.
Vattel sigue la tradición de Grocio, Hobbes y Locke. De Locke tomó la teoría de la resistencia a los gobernantes injustos; de Hobbes la teoría de la soberanía de Estados libres e independientes en el dominio internacional, y de Grocio extrajo gran parte de su interés por la definición de la guerra y su legislación reguladora, bien la justificación de su declaración, lo que técnicamente se conoce como jus ad bellum, el derecho de iniciar una guerra; bien las reglas que rigen su conducción, el jus in bello, o el derecho de una guerra. Vattel definía la guerra del siguiente modo: “Situación en la que perseguimos nuestro derecho por la fuerza” (p. 143).
Aparentemente, expone Armitage, la definición de Vattel excluía toda posibilidad de que se pudiera reconocer como legítimos beligerantes a quienes se rebelaban contra un soberano o “poder público”. Sin embargo, su innovación decisiva fue la de sostener que sí era posible reconocer su legitimidad, con lo que abrió la vía tanto a la aplicación de las leyes de la guerra a los conflictos civiles, como a una doctrina potencialmente radical que justificara la intervención de potencias externas en los asuntos internos de otros Estados soberanos.
Entre mediados del siglo XVIII y mediados del XIX las cuestiones morales y políticas que planteaban las guerras civiles se agudizaron todavía más a falta de un marco teórico y jurídico de acotación. Dado que la Guerra Civil desafiaba la definición más elemental de guerra moderna, la cual veía en ésta un conflicto entre Estados soberanos, no en su interior. Por ejemplo, Rousseau en El contrato social (1762) afirmaba, “Guerra no es, pues una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado (…) cada Estado solo puede tener por enemigos otros Estados y no hombres” (p. 179). Otro ejemplo, la más importante de las obras modernas sobre la guerra, De la guerra (1832) de Carl von Clausewitz, no contiene ni una sola mención de la Guerra Civil, e incluso la fundación de la Cruz Roja en 1863 no contemplaba su actuación en las guerras civiles.
Sin embargo, retoma Armitage, a mediados del siglo XIX el alcance de la expresión “guerra civil” sufrió presiones particulares dado que la densificación de las conexiones globales volvió cuestionable las antiguas limitaciones implícitas en la Guerra Civil. La atención se volcó en la manera de hacer recaer la Guerra Civil en el nuevo marco emergente del Derecho mundial. El filósofo John Stuart Mill argumentaba a favor de dos supuestos en los cuales sería legítima la intervención de potencias externas: 1) que la finalidad fuera apoyar a un pueblo a derribar un gobierno extranjero antes que a uno nacional, y 2) que la existencia de “una guerra civil prolongada, en la que los contendientes estuvieran tan equilibrados que no hubiera probabilidad de un desenlace rápido” hiciera necesario una fuerza exterior que pusiera fin al conflicto (p. 188). Sin embargo, Mill sabía perfectamente que el orden internacional moderno descansa en dos principios fundamentales, pero incompatibles: uno, la inviolabilidad de la soberanía nacional o independencia y el otro, la idea de obligación de respetar los derechos humanos y de que la comunidad internacional tiene capacidad para intervenir en nombre de aquellos que persiguen el ejercicio de sus derechos o les son violados. Ambos principios son enunciados en la Carta de las Naciones Unidas, firmada en 1945.
En estos intentos de codificar la Guerra Civil destaca Francis Lieber, que en opinión de Armitage, es probablemente el hombre de leyes que más larga e intensamente haya reflexionado en su época sobre el significado legal de la Guerra Civil (p. 179). Lieber redactó en 1863, las General Orders Nº 100 del ejército de la Unión. Más conocidas como Código de Lieber, este texto representa el primer intento de codificación de las leyes de la guerra y es considerado un antecedente directo de las Convenciones de Ginebra y de La Haya, así como de la fundación del Derecho de guerra moderno. Lieber defendía la aplicación de las leyes de la guerra tanto a la Guerra Civil como a la “verdadera guerra o contentio justa (conflicto justo)”, pero únicamente a condición de reconocer la continuidad de la vigencia del derecho nacional sobre los adversarios del gobierno legítimo (p. 200), lo cual implicaba el reconocimiento de una doble naturaleza en la Guerra Civil (como verdadera conducta de guerra y como mero acto criminal) y presentaba un dilema que Lieber no pudo resolver.
Lieber proponía dos definiciones distintas de Guerra Civil: una tradicional y otra nueva. La primera: “Guerra entre dos o más partes de un país o Estado, cada una de las cuales lucha por el control de la totalidad” podía remontarse a la tradición romana y corresponde a lo que Armitage ha denominado modelo “supersesionista”. La segunda definición, que “se aplica también a veces a la guerra de rebelión, cuando las provincias o partes rebeldes del Estado son contiguas a las que contienen la sede del gobierno”, no tenía precedentes legales ni históricos, era suya, cortada a la medida de las necesidades del momento. De acuerdo con la segunda definición de Lieber, la Guerra Civil era, de hecho, una rebelión. Lieber fue también el primero que trató de distinguir entre “Guerra Civil” e “Insurrección” y “Rebelión” (p. 204).
La Actualidad.– Paradójicamente, y a partir de la segunda mitad del siglo XX, a medida que el mundo se iba aproximando al supuesto ideal de la globalización, más próximos surgían los conflictos y las guerras, de tal modo que el resultado de este progresivo estrechamiento del mundo no ha sido una paz más segura, sino la agudización del sufrimiento. Este nuevo mundo en Guerra Civil surgió con tres características superpuestas. En primer lugar, después de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil (rebautizada como “conflicto armado de carácter no internacional”) pasó a ser progresivamente asunto de las instituciones internacionales, en particular de las de Derecho humanitario internacional. En segundo lugar, las guerras civiles se extendieron por muchas regiones del mundo, primero por África y Asia, pero a partir de los años noventa también por Europa, desplazando a las guerras entre Estados como el tipo de guerra y violencia organizada a grán escala más difundida. Y, en tercer lugar, el escenario tradicional de las guerras civiles: Estados, Naciones o ámbitos de la vida humana en común, fueron ampliándose hasta que en el siglo actual la idea de Guerra Civil dio paso a diversas concepciones de “Guerra Civil Mundial” (p. 214).
En agosto de 1949 una conferencia diplomática revisó la Cuarta Convención de La Haya de 1907 y el Convenio de Ginebra de 1929 con el fin de extender las protecciones que se garantizaban a los combatientes en la guerra internacional convencional. El resultado de las deliberaciones fue el Artículo Común 3 de los Convenios de Ginebra (1949) que permite su aplicación en un “conflicto armado que no sea de índole internacional” en abreviatura “NIAC” Non International Armed Conflict (p. 216), pues conflictos entonces recientes, como la Guerra Civil Española, demostraron la inadecuación de los convenios de Ginebra. Además, en las décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial, las guerras subsidiarias de la Guerra Fría, la desintegración del colonialismo, la intervención en los conflictos internos y el incremento de los conflictos no internacionales, exigía mayor precisión en la aplicación de los convenios. Así, en las décadas de los sesenta y los ochenta del pasado siglo, los expertos en la materia centraron su interés en la Guerra Civil como tema de análisis y definición. Por ejemplo, el Instituto de Derecho Internacional se reunió en 1975 en Wiesbaden para redactar un documento titulado, “El principio de no intervención en las guerras civiles”.
Empero, lo decisivo en este documento es la especificación realizada de lo que no era Guerra Civil: los “desordenes o levantamientos locales, los conflictos armados entre entidades políticas separadas por una frontera internacional” y “los conflictos que surgen de la descolonización” nada de eso entraba en la mencionada categoría (p. 219). De este modo, si se piensa que el conflicto es “internacional” (entre dos comunidades soberanas independientes) se aplican los Convenios de Ginebra. En caso de que el conflicto se considere “no internacional”, debe ser cubierto por el Artículo Común 3 y el Protocolo Adicional II. Pero si se estima que la violencia no implica conflicto alguno, por ejemplo, una agitación social o una insurrección, permanece en el ámbito de la jurisdicción nacional y, por tanto, es objeto de política interna.
Esta situación ponía de relieve una persistente confusión entre los politólogos acerca de las definiciones de Guerra Civil y de Revolución, como pudo comprobarse en 1968, cuando el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos celebró una serie de sesiones durante la Guerra del Vietnam bajo el título La naturaleza de la revolución. Sin embargo, la piedra de toque más importante fue la definición de Guerra Civil ofrecida por el Correlates of War Project (U. Michigan) dice así: “Lucha militar sostenida, predominantemente interna, con un mínimo de mil muertos anuales en combate y que enfrenta a las fuerzas del gobierno central con una fuerza insurreccional capaz de (…) infligir a aquellas por lo menos un 5 por ciento de las bajas que ella padece” (p. 233).
Ahora bien, esta definición, recuerda Armitage, es de índole esencialmente controvertible, como quedó demostrado durante la Segunda Guerra del Golfo (2007-2008) en que fue utilizada tanto para demostrar que se trataba de una Guerra Civil dentro de las fronteras de Irak, como para lo contrario. Por otra parte, el historiador militar y periodista británico sir John Keegan y el comentarista norteamericano Bartle Bull, exponían a su vez, los criterios para designar un conflicto como Guerra Civil: “la violencia debe ser civil, debe ser guerra y debe tener como objetivo por ambos bandos el ejercicio o la adquisición del poder nacional” (p. 239). Con estos criterios acudieron a la Historia y descubrieron que los ejemplos de Guerra Civil eran extremadamente raros. Contaron cinco en total: La Guerra Civil inglesa (1642-1649), la norteamericana (1861-1865), la rusa (1918-1922), la española (1936-1939) y la libanesa (1975-1990) (Ibid.).
En suma, en el siglo XXI, parece darse una resistencia a llamar Guerra Civil a un conflicto nacional, de tal modo que, resume Armitage, el conjunto de protocolos legales escritos para humanizar la Guerra Civil, parece servir tan solo para que los actores internacionales se abstengan de cualquier esfuerzo en ese sentido. A pesar de todo, ha surgido la expresión “guerra civil global” para designar la lucha entre terroristas transnacionales, por ejemplo, las acciones de los guerrilleros de al-Qaeda. Este uso alude a la globalización de una lucha interna, en particular a la proyección mundial de la escisión del islam entre suníes y chiíes. Simultáneamente, la proliferación de diversas formas de guerra irregular y violencia organizada, amparada por la carencia o insuficiencia de la regulación aplicada a las tecnologías de la información y la comunicación, específicamente, internet y redes sociales, ha contribuido a flexibilizar y ampliar el alcance metafórico del concepto de “guerra civil”, hasta el punto que tal vez debamos imaginar que a partir de este siglo XXI, todas las guerras serán en realidad Guerras Civiles, pero por razones muy diferentes y en sentidos más difíciles de captar o de erradicar, piensa Armitage.
Resta por estudiar, pues, con igual detenimiento, el método y el alcance del guerracivilismo, cuya asociación, tanto histórica como teórica, es en lo sustancial más reciente y se vincula a la ideología y probablemente al nuevo pensamiento de la posverdad como modalidad de la mentira política. Todo ‘guerracivilismo’ nace cuando menos de un pensamiento sobre la Guerra civil, sobre una posible o pasada concreción, en este último caso con finalidad de reescritura, de recreación. Se trata de un lugar necesario de la Historia de las Ideas, o por mejor decir, de la Historia de las malas ideas.
CITA BIBLIOGRÁFICA: C. Sánchez Lozano, “Guerracivilismo y Guerra Civil», Recensión, vol. 6, Madrid, Recensión, 2021 [Enlace: https://revistarecension.com/2021/08/30/guerracivilismo-y-guerra-civil/ ]