TRADUCTOLOGÍA HUMANÍSTICA: LEONARDO BRUNI Y ALFONSO DE MADRIGAL

Vol. 14 / julio-diciembre 2025
ARTÍCULO / INVESTIGACIÓN. Autora: Helena Terrados
  (Universidad Complutense de Madrid) 

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El objetivo de este estudio es ofrecer un análisis contrastivo de las teorías a propósito de la traducción formuladas por Leonardo Bruni de Arezzo y por Alfonso Fernández de Madrigal, «el Tostado», y examinar sus concomitancias y divergencias. Para ello, consideraremos los postulados que el aretino plasma, esencialmente, en su De interpretatione recta –pero también en algunos testimonios epistolares y en prólogos de traducciones–, y los confrontaremos con el modus interpretandi de Madrigal en su Comento o Exposición a su traducción del De las crónicas o tienpos jeronimiano. Así, el «diálogo» entre estos humanistas será lo que nos guíe para comprender cómo concibieron el ejercicio traslaticio y las cualidades que debía tener el buen traductor. De esta forma, al desgranar las analogías y discrepancias entre ambas poéticas de la traducción, contribuimos a reafirmar la presencia real de un Humanismo análogo al italiano, filológico, en la Castilla del siglo XV.

A partir del siglo XV, el ejercicio de la traducción experimentó una transformación sin precedentes. Una crisis, en sentido etimológico, que influyó sobre toda la sociedad sensu lato y en la que tomaron parte un buen número de eruditos, de humanistas, italianos fundamentalmente, pero también castellanos: en Italia, cuna del Humanismo, fue Leonardo Bruni uno de los máximos exponentes, si no el mayor, en el ámbito traductológico; en Castilla, en cambio, el paladín de la traductología ha permanecido en la sombra hasta no hace mucho. Y es que la figura de Alfonso Fernández de Madrigal, el Tostado, aunque ha gozado de una fama más que notable como autor y erudito, no ha sido merecidamente valorada en el ámbito de la traducción, y, sobre todo, no se ha estimado hasta qué punto sus aportaciones a la hora de concebir al acto y al actor, la traducción y el traductor, son extraordinariamente afines a las reflexiones del de Arezzo. Por ello, resulta fundamental revalorizar al personaje en tanto que teórico y demostrar su simpatía metodológica con el aretino. Así, el «diálogo» entre ambos humanistas no hará sino revelar cómo surgió, ab origine, la reflexión traductológica que acabaría derivando en la moderna Teoría de la Traducción.

 

  1. TRADUZIONE = TRADIZIONE: AFINANDO EL CONCEPTO

Retrato de Leonardo Bruni por Giuseppe Bezzuoli.

La redacción del De interpretatione recta bruniano (ca. 1424-1426) supone un aldabonazo frente a lo que hasta entonces se entendía por «traducir». Los primeros humanistas, influidos por el impreciso concepto medieval, apenas distinguían la traducción de la imitación, de la aemulatio, y poca o ninguna diferencia encontraban entre «traducir» «glosar», «comentar» o «parafrasear» (cf. López Fonseca 2022), pero, fruto de los postulados del aretino, a comienzos del Quattrocento la definición comenzó a perfilarse con mayor nitidez.

Sin embargo, Bruni no formuló ex novo la teoría de la traducción que plasmó en su célebre tratado, sino que esas reflexiones, esa forma de pensar el acto traslaticio, se fueron gestando paulatinamente y fueron salpicando sus escritos[1]. De entre todos los testimonios en los que se pueden espigar las ideas traductológicas del aretino, hay un texto que resulta especialmente sugerente y que, con todo, no ha recibido la atención merecida, pues ha pasado prácticamente inadvertido para la investigación. Se trata del Prólogo a sus Commentarii De primo bello Punico, una obra inspirada en el relato de Polibio y considerada a priori como una traducción «libre» de este[2], pero que constituye uno de los mejores ejemplos del modus operandi e interpretandi del de Arezzo, de ahí que nuestra intención sea rescatarlo y traerlo por primera vez a la luz. Así, ofrecemos en primicia el texto latino completo, junto con nuestra traducción (el subrayado es también nuestro):

Tabla 1

Innovatio, memoria, utilitas. Bruni encierra en estas palabras el verdadero sentido de su obra, su labor, su legado. El aretino pretende renovar un relato basado en las voces de la Antigüedad, escribir al detalle (perscribere) la Historia de Roma, examinarla de manera crítica (recensere) para asegurar su continuidad en el tiempo (sufficere). Para ello, no se basará sólo en Polibio, sino que extraerá la información de diversos autores, de suerte que no actuará como un traductor (interpres)[3], o, mejor, no sólo actuará como traductor, sino que se valdrá de la traducción para elaborar un discurso propio, pero evocado, siempre según su criterio (meo arbitratu) y con el objeto último de que sea útil y perdure en la memoria. Bruni utiliza, pues, la traducción como una herramienta más de creación literaria y avanza con ello en la definición del concepto al demostrar que es perfectamente consciente de los diversos métodos con los que se puede afrontar el acercamiento a un texto; sabe qué es actuar «sólo como traductor» y qué no lo es. Está dando un paso más allá de lo que se entendía en el Medievo. Así, el Prólogo está salpicado de los vestigios que serán clave para comprender el alcance profundo de su forma de traducir, de escribir, de crear.

     

Izquierda: Prólogo latino del De primo bello Punico de Leonardo Bruni (mss. RBME O-II-15 f. 2r)25 .

Derecha: Prólogo latino del De primo bello Punico de Leonardo Bruni (mss. Arch.Cap.S.Pietro.E.32 f.2r).

Pero Bruni no se limita a volcar sus intenciones hacia la recreación historiográfica, sino que su mensaje es aún más profundo: la transmisión de un texto se convierte en la imbricación de traducción y tradición, y es la simbiosis de ambos conceptos la que vertebra el tránsito de la herencia de la Antigüedad. En efecto, «la idea de tradición, entendida como transmisión, genera una idea de traspaso material del legado antiguo de unas manos a otras, de resultas de la cual la transmisión textual, en calidad de forma genuinamente hereditaria de la Tradición Clásica, se muestra como una pieza clave en la construcción historiográfica de la Tradición Clásica» (López Fonseca 2021). Todo acto de transmitir implica un traspaso de información, la creación de un entorno de tránsito semántico y, por lo tanto, una comunicación; la tradición consiste en trasladar núcleos de referencia, y, la traducción, núcleos de significado, de sentido. Por ello, la traducción y la tradición operan bajo el mismo esquema del proceso comunicativo y, como tal, atienden a sus tres ejes fundamentales: al emisor, al transmisor y al receptor. Los profesores González Rolán, Saquero Suárez-Somonte y López Fonseca (2002: 28-29) han trasladado estos tres ejes a tres nociones esenciales subyacentes a la tradición, y estas se encuentran claramente reflejadas en el Prólogo de Bruni: en primer lugar, el imprescindible depósito cultural, el núcleo de significación y referencia, la herencia, que, en este caso, constituye el relato de la Primera Guerra Púnica; después, el acto mismo de transmisión de esa herencia que pretende hacer que su recuerdo perdure, esto es, el deseo del aretino de «asegurar su continuidad» (sufficere); y, en tercer lugar, la recepción por los lectores, el sentido último de la labor cívica de Bruni, al re-crear una Historia que «sirva de beneficio para todos» (pro communi utilitate).

De esta forma, el De primo bello Punico alberga el germen de la teoría traductológica del de Arezzo, al tiempo que su naturaleza, en tanto que transmisión textual, constituye la forma de tradición más plena; humanista, cívica y no reproductiva, sino creativa, en la que traducción y creación se entrelazan para traspasar el legado antiguo del ayer al hoy, para construir un discurso historiográfico cabal y en el que la disposición de acogida por los receptores resulta esencial. En todo este proceso, el acto traslaticio fue la consecuencia ineluctable para consumar la recepción, el tránsito.

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  1. BRUNI Y MADRIGAL, TEÓRICOS Y «PRACTICONES»

Esta mirada hacia los textos y el acto traslaticio que se refleja en el Prólogo del De primo bello Punico, esta manera de considerar no sólo la forma, sino también el fondo del discurso, y, por primera vez, tener en cuenta la recepción del lector demuestra por qué no en vano Bruni ha sido considerado como el «padre» de la moderna Teoría de la Traducción, pues sus postulados supusieron una auténtica revolución. En este giro, fueron las voces de Cicerón y san Jerónimo las que le inspiraron para cimentar su forma de ver la traducción en dos ideas: la belleza y la elocuencia. Y es que la noción de eloquentia griega siempre fue el summum inasible al que debía aspirar y que debía ejercitar todo autor. Cicerón reflexionó acerca del concepto y acabó por hacerlo trascender a algo suprasensorial, algo que combinaba la imagen con la sonoridad del discurso: «así como en las formas y las figuras reside una cierta perfección y excelencia […], del mismo modo contemplamos en nuestro interior la idea de la perfecta elocuencia, y buscamos con el oído su imagen (Vt igitur in formis et figuris est aliquid perfectum et excellens […], sic perfectae eloquentiae speciem animo videmus, effigiem auribus quaerimus [Cic. Or. 1, 3]).

Y es que, si bien ya los primeros humanistas italianos valoraron especialmente la eloquentia, Bruni le añadió un nuevo matiz: ya no se basaba simplemente en la elegancia de la disposición de las palabras, sino en captar la belleza intrínseca que había en ella y saber reproducirla con una belleza equivalente en la lengua a la que traducía. No pretendía calcar la elocuencia platónica y aristotélica que tanto elogiaba –así calificó al estagirita como studiosissimus eloquentiae en su Prólogo a la traducción de la Política[4]–, no se limitaba a transcribir la verbositas griega, sino reformularla, re-crearla. El objetivo era, en definitiva, ser un digno portavoz de la belleza del original, pues «nadie puede preservar la altura del autor original si no va a conservar su sentido de la belleza y del ritmo» (Neminem posse primi auctoris maiestatem servare, nisi ornatum illius numerositatemque conservet [Brun. De interp. 29]).

Pero el aretino no fue el único de su tiempo en concebir el ejercicio traslaticio como un juego de belleza y elocuencia, de combinación entre filología y literatura. En Castilla, en la Corte de Juan II, Alfonso Fernández de Madrigal también pensó la traducción de manera similar[5]. Según Hosington (2014: 131), «la relación entre filología y traducción fue manifestada explícitamente por primera vez por Alfonso de Madrigal en sus dos prefacios». En efecto, para el Tostado, el traductor también comienza a ser creador, empieza a desplazar paulatinamente al autor y acaba elaborando un nuevo texto, si bien el dilema reside en cómo combinar la autoridad del original con la inevitable transformación que conlleva la traducción. Para lograr ese trasvase, el traductor debe estar dotado de elocuencia, pues «non puede alguno trasladar si non tiene saber de eloquentia, aunque tenga conocimiento de la verdad de aquella cosa que interpretó» (Mad.Comento 4, 172-174). Así, gracias al ejercicio filológico, una traducción puede preservar el sentido y al mismo tiempo renovar la forma del original, atendiendo siempre a «guardar toda la fermosura de la lengua original» (Mad. Comento 7, 145).

Detalle del sepulcro de Alfonso Fernández de Madrigal en la Catedral del Salvador de Ávila.

A pesar de la increíble importancia de la teoría traductológica de Madrigal, su figura es una de las grandes olvidadas en el panorama de la Historia de la Traducción[6]. Gran parte de este demérito se debe a una interpretación errónea de sus afirmaciones acerca de su propio modus interpretandi, esencialmente derivada del Prólogo a su traducción del De las crónicas o tienpos de Eusebio-Jerónimo, por no haberse cotejado con su práctica de la traducción, donde declara lo siguiente:

dos son las maneras de trasladar. Una es de palabra a palabra et llámase interpretación. Otra es por medio de la sentencia sin seguir las palabras, la qual se faze comúnmente por más luengas palabras et esta se llama exposición o comento o glosa. La primera es de más autoridad; la segunda es más clara para los menores ingenios. En la primera non se añade et por ende siempre es de aquel que la primero fabricó. En la segunda se fazen muchas adiciones et mudamientos por lo qual no es la obra del autor mas del glosador. Et yo al presente tomé la primera manera, así por la forma del mandamiento cumplir como por que la razón lo requería (f.1ra cap. II).[7]

Madrigal afirma que va a hacer una traducción literal, palabra por palabra, para excusar su método y, en cierto sentido, salvaguardar su obra y su traducción. Pero, en realidad, él no operará de esta forma, sino que dará prioridad absoluta al sentido y revalorizará la belleza del discurso. Con todo, una lectura superficial de sus comentarios a san Jerónimo podría hacernos entender que el Tostado continúa defendiendo esta postura tradicional sobre la traducción, pues no en vano encontramos sentencias como «cuando ponemos palabra por palabra non mudando nin añadiendo cosa alguna, mas si añademos o mudamos yam non es traslatión, mas glosa nueua o editión» (Mad. Comento 4, 238-240), pero, en realidad, la concepción de Madrigal de la traducción es bien distinta. Un simple examen a su manera de autotraducirse nos permite dar buena cuenta de ello, de que muy lejos queda el verbum e verbo de su metodología[8], pero también a lo largo del Comento se espigan detalles en los que el Tostado demuestra que, con la traducción ad sensum, el intérprete sólo «parecerá salir» de su oficio, pero no lo hará realmente:

Et por eso dixo aquí cuerdamente pareceré salir del oficio del interpretador, commo que dixiesse parecerá que salgo, mas non saliré, ca ansí commo del interpretador es mudar la sentencia verdadera et conplida de un lenguaje en otro, ansí es de su oficio fazer todas aquellas cosas sin las quales non se puede bien aquello acabar, et porque auiene queriendo guardar la orden et palabras del original del todo non poder conplida trasladar la sentencia o mal sonante, es de oficio del interpretador entonçe mudar algo o de las palabras o de la orden tanto quanto abasta para poder dar clara et conplida et bien sonante la sententia de la interpretatión, et esto non muda el oficio de interpretador nin allende faze, mas faze todo aquello que es de conditión del interpretador aunque a los que poco consideran parece el contrario (8, 270-282).

De esta forma, haciéndose eco de los presupuestos de san Jerónimo, el Tostado reformula y, en cierto sentido, moderniza al de Estridón para demostrar que, en una traducción, lo importante es la fidelidad última al sentido, «non es sacar palabra de palabra mas seso de seso» (Mad. Comento 8, 264). Así, y del mismo modo que Bruni afirmaba que «¡no existe nada dicho en griego que no pueda decirse en latín!» (Nihil grece dictum est quod latine dici non possit! [Brun. De interp. 43]), Madrigal da un paso más y defiende que «non ha cosa que sea significada por vocablos de un lenguaje que non pueda seer significada por vocablos de otra lengua» (Mad. Comento 7, 27-28).

Resulta curioso que ambos teóricos fueran también avezados en el arte de la traducción, «practicones» –en términos de G. Munin– de esta labor, pero que lo reflejaran de manera diversa: en sus prólogos, Bruni vuelca abiertamente su «ideología» traslaticia y su metodología, así como en su De interpretatione recta recoge los resultados de sus propias traducciones de Platón[9] y explicita sus críticas a versiones previas de Aristóteles; en Madrigal, en cambio, debemos recurrir a sus textos y sus autotraducciones para comprehender de manera práctica sus postulados, para ver cómo, al menos a priori, más que con el discurso, predicaba con el ejemplo.

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  1. «DE LAS DIFICULTADES DE TRASLADAR»

Así pues, ¿qué entendían Bruni y Madrigal por «traducir»? A partir del lemma jeronimiano, el castellano deduce una definición simple, pero canónica: «Trasladar los libros griegos en palabra latina. Esto se llama propiamente interpretar, quando de una lengua voluemos la palabra en otra» (Mad. Comento 4, 234-236). Para Bruni, en cambio, la traducción adquiere una dimensión nueva, se concibe por primera vez bajo los términos modernos[10] en los que el traductor, casi como un dux, debe «trasladar de un lugar a otro» (transducere) el discurso original: «por tanto, declaro que todo el valor de una traducción reside en lo siguiente: que lo que se ha escrito en una lengua se traslade correctamente a otra» (Dico igitur omnem intepretationis vim in eo consistere, ut, quod in altera lingua scriptum sit, id in alteram recte traducatur [Brun. De interp. 5]).

Sin embargo, este ejercicio conlleva numerosas dificultades para el traductor. Ambos autores dan cuenta de ello, si bien con ciertos matices. Primero, Bruni declara abiertamente que la práctica traslaticia es un ejercicio difícil por sí mismo, y sistematiza los requisitos que debe cumplir el traductor para llevarlo a cabo (Brun. De interp. 16):

Tabla 2

Bruni focaliza en la virtualidad del traductor, pues es su capacidad y su formación lo que le dota de los medios necesarios. En términos similares se expresa Madrigal cuando afirma que «para fazer alguna interpretatión son dos cosas a lo menos necessarias: la primera es entendimiento de la verdad de la sentencia de aquella cosa que interpreta; lo segundo perfecto cognocimiento de aquellas dos lenguas de quien et en quien traslada» (Mad.Comento 4, 160-164). Para el Tostado, siguiendo a Jerónimo, el traductor no sólo debe ser sabio, sino, aún más, disertus, «aquel que en diuerssos saberes es entendido», y solamente él será capaz de llevar a cabo una correcta traducción. Las dificultades, en cambio, no residen en el propio acto de traducir, sino en los problemas que van surgiendo en el camino. Así, por ejemplo, la mayor dificultad es traducir el verso en verso (Mad. Comento 4, 243-245), trasladar del vulgar al latín (Mad. Comento 8, 30-33) o mantener la sonoridad del original («et esta es la mayor dificultad, ca lo que en un lenguaje bien suena en otro mal suena» [Mad. Comento 8, 118-119]). Pero, aún más, casi tomándole el testigo a Bruni de esa lectura y comprensión de los autores, Madrigal desarrolla un interesante concepto, a saber, el de la «dureza o altura»:

grande dificultad es non auenir al interpretador alguna dureza. Es grande dificultad porque muy pocas vezes esto aconteçe et es quasi marauilla alguna vez acontecer, et la razón es porque tanta es la diuerssidad de lengua a lengua […]. Llámase dureza o altura dificultad de poder llegar a la cosa que deseamos. Todos los que de una lengua en otra interpretan desean apuesto escriuir lo que trasladaren según condición de la lengua en que escriuen guardando toda la fermosura de la original lengua, porque non paresca menos digno el traslado que el original, et esto sienpre auerían los interpretadores si non ocurriesse alguna dureza, et quando auiene alguna dificultad non puede el interpretador alcançar esto que desea, et porque solas aquellas cosas alcançar non podemos que sobre nós altas están, llámase aquella dificultad altura, porque nos faze non alcançar; dureza se llama condición de la cosa según la qual non se dexa ligeramente quebrantar o fazer, et porque las ocurrientes dificultades fazen que los intérpretes non puedan fazer toda la fermosura en la traslatión que era en el original llámanse durezas (Mad. Comento 6, 13-15; 41-52).

La traducción no es un acto difícil per se, lo difícil es que no surja ninguna complicación, alguna «dureza», en el proceso. El Tostado muestra, aquí, un análisis más profundo de hasta qué punto el traductor debe «darle vueltas y vueltas» al original para poder alcanzar su altura –su maiestas, dirá el Aretino en De interp. 29– y su calidad literaria. Resulta llamativo, además, la semántica implícita en la terminología usada por ambos autores: los dos utilizan una imagen de dirección, pero, lo que para Bruni es descendente, «profundizar» y «penetrar» en los originales (insinuo utilizará más adelante), para Madrigal es «ascender hasta alcanzar su altura», una connotación muy ilustrativa que demuestra cómo el Tostado aún concibe una jerarquía entre el proto y el metatexto.

Para Bruni, además, esta dinámica comprendía un aprendizaje bidireccional: sólo profundizando en el autor podré traducirlo correctamente, pero traducirlo es la mejor manera de conocerlo. El aretino da cuenta de ello en una carta destinada a Niccolò Niccoli (Brun. Ep. I, 8), donde agradece a Salutati que le haya impulsado a traducir a Platón, porque así ha podido conocerlo (cognovi), cuando hasta entonces sólo lo había visto (videram). Pero, además, su versión será diferente a las anteriores, porque, con ella, presenta al lector un texto accesible (sine molestia) y que podrá leer con gran interés (cum summa voluptate), gracias a que, auspiciado por la propia prosa griega, ha procedido de la siguiente manera:

Tabla 3[11].

Con todo, estas dificultades crecen en el caso de Madrigal, pues su labor implica traducir a lengua romance. Ya hemos mencionado que el castellano se lamenta de la pobreza del vulgar frente al latín, esa queja tópica de los textos prologales con la que los humanistas intentaban justificar la dificultad de su labor debido a las aún balbucientes lenguas romances. El Tostado presenta esta idea en el Prólogo de su traducción a Eusebio-Jerónimo[12], lo que le lleva incluso a defender que su labor, al tratarse de una traducción en segundo grado, es aún más compleja que la de una traducción común. También Bruni se hace eco de este tópico en su De interpretatione recta, pero más interesante aún es la declaración que hace en el Prefacio de su traducción a la Vida de Marco Antonio de Plutarco (cf. Botley [2004: 48]), donde defiende que la dificultad radica en que el griego es mucho más rico (uberior) que el latín, si bien este último cuenta con sus propios recursos:

Tabla 4

De esta forma, así como Madrigal defendía que su traducción, en segundo grado, era un acto más complejo, Bruni también se atreve a afirmar que la labor del traductor es incluso más complicada que la del autor. No obstante, en el Comento, el Tostado matiza estas declaraciones, pues no es tanto que el romance sea más pobre, sino que este y el latín son lenguas diferentes, con divergencias importantes, pero no insalvables,

El defecto (según Jerónimo) es que non se ponen tantas palabras solamente en la traslatión quantas son en el original lenguaje et escritura, et la causa es porque non hay tales nin tantos vocablos en un lenguaje commo en otro. […] muchos vocablos ha en latín significantes algunas cosas para las quales cosas non ha vocablos en el vulgar, et por el contrario en el vulgar ha vocablos para los quales fallecen correspondientes en latín (7, 6-8; 24- 26).

El traductor puede resolver estas divergencias –con recursos sobre los que profundizaremos más adelante–, pero lo interesante es que el castellano no se limita a decir que el vulgar es pobre, sino diferente, con «menos colores de fabla», sí, pero, sobre todo, con una «propiedad del lenguaje» diversa:

Estas figuras de ypérbaton non se usan en el vulgar todas nin tantas eces commo en el latín o griego, porque en el vulgar non es artificioso lenguaje, et por esto será mayor diuerssidad et desemejança entre la traslatión fecha de latín o griego en vulgar que de la interpretatión fecha de griego en latín, et es por ende mayor dificultad interpretar de latín en vulgar queriendo guardar la condición de la interpretatión, la qual es seguir la según del original lenguaje, que interpretar de griego en latín, ca el vulgar pocas figuras sofre et pocos colores de fabla recibe (8, 25-33).

Y es que Madrigal dedica un especial cuidado a las desigualdades que existen entre las lenguas y los lenguajes, es decir, a las incompatibilidades con las que tiene que lidiar el traductor, tanto de forma como de fondo:

Aquel que ha de seguir las lenguas agenas. Esto es en los interpretadores los quales siguen lenguas agenas, ca non escriuen lo suyo, mas trasladan lo ageno. Et esto se puede tomar en dos vías. La una es quanto a la diuerssidad de lenguaje a lenguaje, ca el que es latino et de griego en latín traslada sigue el ageno a él lenguaje que es griego, o si alguno eces principalmente griego et supiesse latín et quisiesse alguna obra en latín trasladar de griego sigue el ageno lenguaje […] En otra manera se puede llamar diuerssas lenguas quanto a aquellos cuyas obras son las que interpretamos, ca el que interpreta non sigue nin tiene su lengua o manera de fablar, mas sigue la agena manera de fablar, la qual de la suya es diuerssa et en anbas cosas se entender puede la letra, ca en todo ha dificultad si alguno de ageno lenguaje interpreta por la diuerssa condición de las lenguas auiénenle durezas, si la agena scriptura interpreta. Otrosí dificultades vienen por non concordar el modo de concebir et de fablar de uno con el del otro, enpero ece de entender la letra de diuerssas lenguas que son lenguajes, ca en esto consiste la interpretatión, tornar de un lenguaje en otro et seguimos en la interpretatión las agenas lenguas, porque dexada la condición et propiedad de la nuestra natural o usada lengua trabajamos de nos conformar a aquella de la qual trasladamos ecesaria su conditión (6, 23-40).

Distingue, pues, una diversidad lingüística, más objetiva, basada en las discrepancias gramaticales, de una diversidad de estilo, de «manera de fablar», e insiste en que la interpretación no es sino «tornar de un lenguaje en otro» mediante «agenas lenguas». Esto es esencial, pues el Tostado demuestra aquí que es perfectamente consciente de que la traducción no es un mero trasvase de códigos de expresión, sino que es un acto comunicativo en el que la subjetividad, la idiosincrasia de cada actor, su forma de ver y de expresar el mundo, es fundamental, es una de las dificultades más complejas de superar para el traductor. El intérprete no opera sólo con códigos expresivos, sino, sobre todo, con códigos perceptivos. A este respecto, también Bruni se detenía en explicitar que «nadie puede hacer esto (traducir) correctamente si no posee una gran y vasta destreza en ambas lenguas. Y ni siquiera con eso es suficiente. De hecho, muchos son capaces de comprender, pero no de expresar» (Recte autem id facere nemo potest, qui non multam ac magnam habeat utriusque lingue peritiam. Nec id quidem satis. Multi enim ad intelligendum ideonei, ad explicandum tamen non idonei sunt [Brun.De interp. 5]), porque «una cosa son las palabras y otra el sentido de las palabras» (Cum aliud verba, aliud sententia verborum significet [Brun. De interp. 7]).

Ese sentido de las palabras, esa idiosincrasia propia del lenguaje, es lo que Jerónimo denominó vernaculum linguae genus y lo que Madrigal reflejó en su concepto de ecesa o modo de fabla:

Ese suyo porque ansí lo diga ecesa o modo de fabla. Quiere eces allégase a estas dificultades o durezas otra, es a saber ese suyo ecesa o modo de fabla et aquí parece bien el exenplo de la diuerssidad de la traslatión, ca esto en latín según lo pone Iherónimo es apuesto et en nuestro vulgar parece fabla barbaresca. Et esto auiene por la propiedad del lenguaje ca lo que en latín bien suena en nuestro vulgar es áspero. […] Llámase ecesa o modo de fabla según de qualquier lenguaje, ca ansí commo en las cosas naturales tiene cada una alguna conditión propria a ella en la qual tiene diferencia de las otras cosas ansí los lenguajes tienen sus condiciones et propriedades, et la qual es de uno non es de otro, por la qual según lo que en uno bien suena en otro mal ecesa. […] tiene cada lenguaje una según de fabla la qual es suya et non de otro lenguaje nin se puede de él apartar nin otra lengua puede usar de aquella manera o condición de fabla nin aquella lengua cuya es la según puede desechar aquella condición de fabla usando de otra, et por esto el ecesa o modo de la fabla es seruiente et subjecto al lenguaje (8, 124-177).

Es decir, se trata de la esencia de cada lengua, la propiedad intrínseca e indisoluble del lenguaje pero que trasciende a él. Ser consciente de esta particularidad y saber utilizarla será, así, el conflicto último para el buen traductor.

                                   

Izquierda: Grabado de Leonardo Bruni por Theodore de Bry (s. XVII). 

Derecha: Grabado de Alonso Tostado por Juan Barceló (s. XVIII).

Por último, debemos mencionar otra dificultad en la que el Tostado incide y que, por el contrario, Bruni no contempla en su De interpretatione recta. Se trata de la traducción del verso, un problema harto desarrollado a lo largo de los siglos y que planteó Joacquim du Bellay en su Deffence et illustration de la langue française (cap. VI) en 1549. Pero es que Madrigal ya reflejó lo ardua que resulta la tarea para el traductor de poesía casi un siglo antes, y, más concretamente, la de trasladar el verso en verso:

Mayor dificultad. Trasladar libros poéticos era de mayor trabajo que libros sin versso, et por más exercitar el ingenio en cosas graues aun los poéticos libros trasladauan. […] porque los poetas non eces la cosa que quieren abierta, mas encobierta en diuerssos linages de figuras, las quales ensalçan la fabla et lo pequeño fazen parecer muy grande; los otros escriptores eces las cosas abiertas sin encobrimiento de figuras cada cosa según su ecesa. Lo segundo porque los poetas eces todas las cosas en versso, aunque en diuerssos linages de verssos, et los otros scriptores dizen las cosas en prosa et al presente non faze la dificultad de interpretatión la primera cosa mas la segunda (4, 243-245; 249-255).

De esta forma, la dificultad del verso no radica tanto en el lenguaje poético, sino en los obstáculos formales que supone verter un esquema métrico de una lengua en otro. Unos capítulos más adelante, Madrigal desarrolla esta idea:

ansí en versso commo en prosa el intérprete ha de guardar quantidad de espatio según que aquí Ihéronimo dize, ca en otra guisa non se pornía por dificultad de interpretatión auer más vocablos o otramente significantes en un lenguaje que en otro, lo qual Ihéronimo suso puso por dificultad. Enpero ha diferencia en la quantidad del spacio que se ha de guardar en el versso et en la prosa. La primera es que en el versso han de ec tantas sílabas en el versso latino commo en el griego, o ecesari tantos pies, porque si el versso griego fuere exámetro o pentámetro o de otra especie tal sea el latino versso interpretado, et añadida o tirada siquiera una sílaba contra la condición del arte quitasse la specie del metro. […] La segunda diferencia es que en el versso trasladado es más ecesaria la quantidad cierta de espacio que en la prosa […] La tercera et principal es porque Iherónimo fabló de los defectos que non se pueden excusar nin estorcer por alguna vía et auienen a los letrados varones et por ende non son de redargüir, tales son los dos nonbrados (a saber, guardar toda fermosura y que sea verdadera la traslación) (7, 70-79; 102-104; 140-142).

Es decir, lo que diferencia a la traducción en verso de la traducción en prosa es la estructura formal del verso, no la expresión ni el lirismo, lo que podría llevarnos a concluir que, para el Tostado, no sólo la poesía no es más difícil de traducir que la prosa, sino que no existe estigma alguno en trasladar el lenguaje poético. Simplemente, el intérprete debe sumar ciertos obstáculos formales a los ya presentes en todo ejercicio traslaticio para conseguir que la traducción sea «hermosa y verdadera».

Así pues, ¿qué debe hacer el traductor para lograr su objetivo? ¿Cuáles son sus requisitos y con qué herramientas cuenta en su tarea?

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  1. DE OFFICIO INTERPRETIS

Con respecto al traductor, el De interpretatione recta desarrolla esta perspectiva de manera mucho más profusa que el Comento. En su obra, Bruni ofrece una suerte de poética de la traducción, pero siempre con el foco puesto en el actor, en el intérprete. De esta forma describe sus principales obligaciones (Brun. De interp. 10-11):

Tabla 5

Los dos primeros preceptos –que conozca al detalle la lengua de partida y domine la de llegada– ya los hemos comentado anteriormente, así como la insistencia en que el traductor debe ser docto y leído, del mismo modo que para Madrigal debía ser disertus, hábil conocedor de los escritos de los grandes autores, hasta el punto de que, quienes no puedan llevar a cabo de manera satisfactoria el ejercicio traslaticio en este sentido, no serán sino «ignorantes, cuyo oficio non era trasladar mas de los trasladantes aprehender» (Mad. Comento 7, 156-157). Más interesante resulta, en este punto, ese cum verbum verbo reddendum fuerit, esa «sustitución palabra por palabra», pues Madrigal también plantea, y con mucha detención, la problemática de la traducción verbum e verbo y del «mudamiento» de las palabras, esto es, cambiar el orden del discurso, añadir o eliminar términos que no estén en el original. A propósito de los postulados de Jerónimo, afirma en 8, 243-250 que

el interpretador deue guardar lo que a su oficio pertenece, et es de su oficio del todo remedar al original porque non aya diferencia otra saluo estar en diuerssas lenguas, enpero, quando se muda algo de la orden o de las palabras, ay alguna diuerssidad allende de las lenguas pues esto fará non seer traslatión, mas otra cosa alguna […] propriamente interpretatión non es ál saluo una sentencia tornarla de una lengua en otra, et por ende todo lo que es allende sale de condición de interpretatión.

Sin embargo, el castellano declara que «et fazer este mudamiento de palabras paresce algunas vezes seer necessario en la traslatión, porque algunas sentencias son en la original las quales trasladadas según palabras que derechamente respondiesen sonarían mal o serían torpes». Así, Madrigal está defendiendo que traductor pueda servirse de diversos recursos que, aunque «se salgan del oficio de interpretador», le permitan salvar las distancias gramaticales, lingüísticas y terminológicas entre lenguas. Encontramos, pues, una forma extraordinariamente moderna de concebir el ejercicio traslaticio, ya que el Tostado reflexiona sobre toda suerte de herramientas y técnicas de traducción con las que ofrecer una verdadera traslación: circunloquios, rodeos, perífrasis…, en suma, figuras de «supletión», como él las denomina, con las que el traductor, aunque se aleje del «oficio» tradicional, puede contar para afrontar su labor. Dice así:

Ca en cada una lengua son algunos vocablos significantes de algunas cosas et en otras lenguas non fallamos vocablos por aquellas cosas, et por ende auemos de usar de supletión o circunlocutión poniendo muchos vocablos en logar de uno para una cosa significar a la qual un solo vocablo auía de responder, et esta diferencia parece entre el latín et la vulgar lengua.. […] Llámase rodeo, circunloquio o supletión para significar lo que un vocablo non abasta, et quando esto se faze para una cosa se ponen muchos vocablos et ninguno de ellos significa la cosa, mas todos ellos juntos dan entendimiento de ella. […]Esta figura de supletión se llama perífrasis o circunloquio et úsase mucho entre los poetas Llámase esta supletión rodeo propriamente, porque rodeo dezimos quando a la cosa çercamos et a ella non tocamos (7, 19-23; 36-39; 43-44; 48-50).

Así, donde Bruni exponía que para la correcta reproducción del arte literaria el traductor podía valerse de recursos retóricos, el Tostado materializa esas figuras en verdaderas herramientas, vuelve el lenguaje y el discurso maleables, con el objetivo de volcar una traducción comprensible pero que no abandone el estilo del autor original. Y es que el traductor debe «penetrar» en ese original, saber trasladar correctamente su discurso, sus ritmos y pausas como el Aretino promulgaba (De interp. 14-15):

Tabla 6

Para Bruni, el oficio del traductor tiene como objetivo último el preservar el brillo, el ornato, la cadencia y la armonía del discurso. El ritmo en Madrigal, no obstante, se reduce a algo cuantitativo, a la métrica de la traducción en verso[13], y no parece reflejar el concepto profundo de «ritmo discursivo» del Aretino.  Sin embargo, sí concibe la armonía del prototexto como algo que debe respetar y saber reproducir el intérprete, pues su traducción debe buscar, ante todo, la «fermosura» del original, como afirma en un fragmento ya comentado (Mad. Comento 6, 41-52) y matiza en 6, 64-68: «Esto se requiere en la traslation si fazer se puede, que non solo quede fermosura en la traslation, mas aun aquella o tanta quanta era en la lengua original, et quando non queda tanta es defecto en la traslation». Así, la literalidad se subordina a la belleza en la traducción[14]; al igual que en Bruni, el traductor se convierte en creador para volcar esa «fermosura», pero no por ello se aleja de su oficio:

Enpero el interpretador quanto podiere deue fazer fermosura la scriptura et euitar las fealdades e malos sones, pues entonçe será conueniente algo o de la orden o de las palabras mudar, et esto non será fuera del oficio del interpretador mas a él conuerná (8, 258-261).

Pero esa belleza del original no se limita a la gramática ni a la terminología, sino a la propia música de la palabra. Y es que ya Jerónimo defendía que, «siempre y cuando no se deteriore el sentido de la lengua a la que traducimos, hay que cuidar la eufonía y la propiedad» (ubi non sit damnum in sensu linguae, in quam transferimus, εὐφωνία, et proprietas conservetur, Hier. Ep. XVI) del texto. En esta misma línea, Bruni propugnaba que el traductor debía tener algo, debía tener oído para saber percibir los matices sonoros del texto y trasladar esa musicalidad, esas pausas, esas respiraciones, a su lengua: «Todo esto que hemos mencionado es esencial. Y, aún más, que tenga oído y preste atención a su juicio, para que no disuelva y trastorne con sus propias manos lo que se ha dicho de manera elegante y armoniosa» (Hec omnia, que supra diximus, necessaria sunt. Et insuper ut habeat aures earumque iudicium, ne illa, que rotunde ac numerose dicta sunt, dissipet ipse quidem atque perturbet, Brun. De interp. 12).

Esa elegancia, esa armonía, son lo que invitan al Tostado a defender que el buen traductor es el que busca no sólo el sentido, sino también la belleza en su traducción:

non es en poder del interpretador quantoquier letrado que sea la traslatión seer bien sonante en la lengua en que la faze et guardar toda la fermosura de la lengua original, ca commo dos lenguas sean de diuerssas conditiones, lo que en una es apuesto non suena bien en la otra, et porque para quedar la conditión de traslatión deue el traslado seguir la propriedad del original quanto pudiere es necessario que algún defecto de fermosura sea en la traslatión. Otrosí en la ygualdad de los vocablos desfallecer non es en poder de los intérpretes quantoquier sea letrados (7, 143-151).

Esa belleza se materializa, para el de Arezzo, en los adornos del discurso, escollo especialmente complejo de salvar para el traductor. Diferencia Bruni entre adornos formales –cosa ya harto complicada de reproducir– y, además, adornos de sentido, lo que oculta el mensaje y que verdaderamente embellece el discurso. Son estos adornos los que el intérprete debe reproducir (Brun. De interp. 16-17):

Tabla 7

Así, y como queda dicho, ambos autores atienden al ornato del discurso, a la «fermosura» y la armonía del original, la esencia que el traductor debe conservar a fin de ofrecer una buena traducción, que reproduzca su «substantia», su sententia, su sentido: «lo substantial de la traslatión lo qual es la sententia puesta en un lenguaje passarla en otro» (Mad. Comento 7, 135-137).

Estas son las consideraciones que debe tener en cuenta el traductor para no incurrir en una traducción incorrecta. Pero ¿cómo y por qué se manifiesta esta incorrección? ¿Cuáles son los errores en los que puede caer el intérprete? Bruni plantea una dicotomía sencilla, aunque profunda, en la que el traductor debe explotar al máximo su capacidad de intelección activa y pasiva, debe ser capaz de comprender y de expresar en el mismo nivel de corrección (Brun. De interp. 13):

Tabla 8

Madrigal también consideraba el proceso de intelección onomasiológica e interpretación semasiológica del traductor, pero la problemática es un tanto más compleja, si cabe. En el Tostado, el traductor puede incurrir en dos tipos de errores: necesarios o evitables. Los primeros los denomina «defectos» y son fallos tolerables en la traducción, en los que el intérprete ha tenido que renunciar a algún detalle formal o «accidental» con el objetivo de preservar el sentido, la «substantia»; los «errores» son fallos injustificables, con los que el traductor ha faltado a la verdad del texto:

Mayor defecto es non seer verdadera o cumplida que non seer de egual fermosura la traslación con el original o seer más larga poniendo muchos vocablos por uno, empero non dixo de aquellos dos defectos. La primera razón es porque algunos defectos son tolerabiles otros non. Seer la traslación falsa non guardada la verdad de la sentencia del original non es tolerabile nin se puede por causa alguna escusar. Otrosí non seer cumplida dexando algo de la sentencia del original non es de sofrir, ca faze non seer traslation […] Los otros dos defectos son tolerabiles porque se fazen con causa razonable […] La segunda porque seer falssedad en la sententia o non auer conplimiento non se llaman defectos, mas son errores, porque defecto se dize quando queda la substantia de la causa et falleçe alguna cosa de accidental perfectión. […]. Error se dize quando non es aquella cosa que se busca, et esto es quandoquier que falleçe algo de substancia de la cosa […] (7, 11-28).

Pero, al mismo tiempo, en estos dos errores se encierra una concepción interesantísima del oficio de intérprete. Y es que, para el Tostado, el traductor puede –y, de hecho, debe– ser consciente de estar cometiendo una falta, puede «buscar» ese error deliberadamente y, alejándose de la forma, salvar el fondo, ser verdaderamente fiel.

Con todo, ¿a qué debía ser fiel un traductor según Bruni y Madrigal? En una carta dirigida a Niccolò Niccoli (Ep. IV, 1) a propósito de la traducción de la Vida de Demóstenes de Plutarco, que había enviado a Crisoloras para que la revisara, el aretino relaciona la conversionis fidelitatem con la elegantia, dos conceptos que Crisoloras elogia en su traducción, si bien Bruni no se muestra del todo satisfecho con el segundo (Chrysoloras, qui nuper eam legit, miris laudibus elegantiam et conuersionis fidelitatem extollit. Ei nos de fidelitate concedimus de elegantia refragamur, cf. Viti [2004: 37-38]). Para el de Arezzo, la fidelidad siempre se orientó a mantener la armonía del original y a captar las sententiae siguiendo los requerimientos de la lengua término, con el objeto último de ofrecer al lector una traducción bella, accesible y verdadera. Para Madrigal, el propósito del traductor debe ser el mismo. Hemos comprobado cómo la «fermosura» y el «buen son» son las piezas clave de su teoría traductológica, pero, junto a las sententiae, cabe añadir un concepto más: el linage del saber. A priori, esta noción supone el conocimiento de la materia de la que trata el texto (cf. Mad. Comento 4, 160-176), pero sus implicaciones son más profundas. Conocer la materia es comprender el núcleo, la motivación del discurso y sus aspiraciones, es saber por qué y para qué el autor original comunica lo que quiere comunicar; el linage del saber es el corazón del texto, es lo que articula la partitura de las palabras para que el discurso «suene» y tenga un porqué para «sonar». Si el traductor lee y entiende, sólo oye el texto; si conoce el linage del saber y lo comprende, lo escucha.

En suma, el oficio del intérprete se reduce a que esté dotado de conocimiento y de sensibilidad, como afirmaba Bruni (De interp. 29):

Tabla 9

Sepulcro y epitafio de Leonardo Bruni en la Basilica della Santa Croce de Florencia.

Así, y sólo así, el traductor podrá ofrecer una «buena» traducción, podrá penetrar en su verdad. Esto es primordial para Bruni, pero también para el Tostado, pues «seer la traslatión falssa non guardada la verdad de la sentencia del original non es tolerabile nin se puede por alguna legítima causa escusar» (7, 119-120). Al fin y al cabo, «para seer buena la traslatión es necessario que sea verdadera et conplida» (7, 33).

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  1. CONCLUSIONES

A lo largo de este estudio hemos podido comprobar que, aunque grande es la distancia que separa la fama traductológica de Bruni de la del Tostado, sus teorías se entrelazan perfectamente, e incluso se complementan. Inspirados por los postulados ciceronianos y, sobre todo, por la voz de san Jerónimo, los dos humanistas –porque Madrigal es humanista– heredaron el concepto de interpretatio y lo sublimaron. De hecho, un texto preterido como el Prólogo al De primo bello Punico refleja hasta qué punto el aretino contribuyó a afinar la idea de traducción y enriqueció –en tanto que lo precisó– el panorama del trabajo sobre los textos, pues su forma de afrontar el diálogo con la Antigüedad supone la consolidación de una tradición no meramente reproductiva, sino, antes bien, re-creativa.

Pero, además, el análisis de las palabras de Madrigal y su modus interpretandi no hace sino corroborar que sus reflexiones sobre el acto traslaticio no iban precisamente a la zaga de las que se gestaban entre los humanistas italianos. Y es que, a diferencia del aretino, él no concibe la traducción como un acto difícil per se, pero considera que comporta numerosas dificultades en el camino. El traductor debe saber lidiar con la problemática combinada de las lenguas y de los lenguajes, pues no sólo opera con códigos expresivos, sino, sobre todo, perceptivos. El intérprete que traduce del latín al vulgar trabaja con una lengua nueva, sí, precaria tal vez, pero no necesariamente más pobre que la latina, sólo diferente, por lo que tendrá que conocer perfectamente ambas lenguas y saber moldearlas mediante «figuras de supletión» para poder salvar los escollos. Escollos que, para el aretino, se basan en una mala intelección o una mala expresión, mientras que para Madrigal el fundamento del error es –o debería ser– que el traductor sepa discernir la naturaleza del discurso y la idiosincrasia de las lenguas y, por tanto, la evitabilidad o inevitabilidad de la falta. Pero, por encima de todo, el objetivo es crear una traducción bella. Tanto Bruni como el Tostado insisten en que el traductor debe ser «leído y oído», debe saber, pero también debe saber escuchar: para Bruni, debe sentir el ritmo del texto, sus pausas y sus colores; para el Tostado, debe escuchar su buen son, sus verdades y sus silencios.

Así, casi como fruto del azar, de poligénesis literaria, ambos humanistas fueron los primeros en plantear la traducción desde la lingüística y la literatura, desde la filología y el arte, lo que no es sino un ejemplo perfecto de cómo el entorno cultural de ambos territorios, de Italia y de Castilla, sembró en sus intelectuales una forma análoga de pensar la traducción.

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NOTAS:

[1] Una nutrida antología de textos del aretino en los que utiliza términos relacionados con el ejercicio traslaticio se ofrece en un reciente trabajo de Viti (2024), donde recoge prólogos a sus traducciones –Platón, Jenofonte, san Basilio, Demóstenes, Plutarco, Aristóteles, Homero– y fragmentos especialmente llamativos de su epistolografía, a lo que se suma un breve comentario del De interpretatione recta y su relación con el De studiis et litteris. Por lo demás, sobre la teoría de la traducción de Bruni existen no pocos estudios específicos, fundamentalmente centrados en el De interpretatione recta, como así Keith (2000), Hankins (2003), Berti (2004-2005), Marassi (2009), Borsari (2014), Piemonti (2018), Viti (2020), Celati (2022). Entre los estudios generales sobre la traducción en el Humanismo, donde se pondera al aretino como gran promotor del nuevo modus interpretandi, debemos destacar especialmente los de Chiesa (1987), Berti (1988), Folena (1991), Cortes (1995), Baldassarri (2003 y 2008), Botley (2004) y Furlan (2012).

[2] Ya Santini (1910) afirmaba que Bruni había «riprodotto tutto il fare oratorio» de la tradición del relato y que la suya era una traducción de Polibio. No será hasta que Reynolds (1954: 110) declare que el recurso a otras fuentes y el deseo de moldear deliberadamente el discurso dejaban claro que el De primo bello Punico «in no sense is a literal translation of the first books of the Historiae», cuando comenzó a revalorizarse el estilo característico de Bruni en la obra (cf. Wilcox 1969) y a considerarse, primero, como «traducción libre» (Momigliano 1975: 354) y, después, como una creación propia de Burni (cf. Zaggia 2020: 28-29).

[3] En este punto, llama poderosamente la atención cómo, con sus palabras, Bruni se está haciendo eco nada menos que de Cicerón, de esa consabida sentencia recogida en el De optimo genere oratorum: nec converti ut interpres, sed ut orator, sententiis isdem et earum formis tamquam figuris (Cic. Opt. gen.5).

[4] Cf. Baron (1928: 74). Para un estudio en detalle del concepto retórico de eloquentia en Bruni, cf. Botley (2004: 42-47).

[5] Su teoría traductológica se recoge, esencialmente, en su Comento o Exposición a los Chronici canones (De las crónicas o tienpos) de Eusebio-Jerónimo. Sin embargo, esta obra hasta hace bien poco sólo se conocía a través de la edición impresa de Hans Gysser (1506-1507), cuyo texto, al estar tan alterado en comparación con los manuscritos, disentía profundamente con lo que pudo haber ideado el Tostado. Así, no es hasta la nuestra reciente edición (López Fonseca, Ruiz Vila, Arenal López y Terrados González 2024) cuando podemos afirmar que contamos con un texto de referencia completo y riguroso de los capítulos dedicados a la traducción.

[6] Los principales estudios a propósito de la teoría de la traducción de Madrigal son, en orden alfabético, los siguientes: Escobar Fuentes (2015), Fernández Vallina (1998) y (2007), González Rolan y López Fonseca, (2014: 129-178 y 573-596), Hernández González (1998), Juste (2018), López Fonseca, Ruiz Vila, Arenal López y Terrados González (2024: 51-57), Recio (1991), (1994) y (2004), Santoyo (1990), Vermeer (1999) y Wittlin (1998).

[7] Extraído de López Fonseca y Ruiz Vila (2020: 144).

[8] Para lo cual, cf. López Fonseca, Ruiz Vila, Arenal López y Terrados González (2004: 34-38).

[9] Sobre las traducciones brunianas de Platón, cf. Hankins (1990: 367-400); para sus traslaciones concretas recogidas en el De interpretatione recta y su método de traducción, cf. Viti (1999).

[10] Sobre la terminología del concepto de traducción en el De interpretatione recta, cf. Bertolio (2020: XXIII-XXXI).

[11] Un análisis de este fragmento se ofrece en Viti (2004: 26-30).

[12] «A mí es commo inposibile, commo esa misma o mayor dificultad sea tornar de latín en fabla castellana que de griego en latín» (f. 1ra cap. I). Extraído de López Fonseca y Ruiz Vila (2020: 143).

[13] «Si en el versso interpretado non guardare el interpretador tantas sílabas et siquier pies en la interpretatión, agora lo faga con necessidad agora sin necesidad, non solo non recibe excusatión, mas aun non es traslatión de versso, porque dexa de seer versso auiendo más o menos pies que requiere la medida del arte» (7, 105-108).

[14] Sobre el concepto de belleza de la traducción en el Tostado, cf. especialmente Recio (1994: 62-66) y (2004).


CITA BIBLIOGRÁFICA: H. Terrados, «Traductología humanística: Leonardo Bruni y Alfonso de Madrigal», Recensión, vol. 14 (julio-diciembre 2025) [Enlace: https://revistarecension.com/2025/09/27/teoria-de-la-traduccion-bruni-el-tostado/ ]

 

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