Vol. 12 / julio 2024
RESEÑA. Autor: Iván López Martín
Adolfo J. Domínguez Monedero, Las colonizaciones en el Mediterráneo antiguo, Madrid, Síntesis, 2022, 325 pp. (ISBN: 978-84-13571-65-2)
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La necesidad de tierras ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad, pues el hombre siempre anduvo en busca de nuevas zonas aptas para el cultivo, de minerales que engrandecieran sus riquezas y de relaciones comerciales que hicieran prosperar su nación. Estas aspiraciones evidentemente se han mantenido y también se modificado secularmente. Han existido muy diferentes clases de colonización, pero actualmente se está desarrollando por fin la tendencia a una comparatística efectiva y bien fundada entre las colonizaciones modernas, sobre todo hispánica, anglosajona y la centroeuropea de África. Pues bien, convendrá tomar en consideración el precedente del mundo antiguo, o del mundo antiguo clásico.
En el mundo antiguo, las grandes civilizaciones enviaban conciudadanos en misiones exploratorias con el fin último de establecer pequeños emplazamientos destinados a la explotación comercial, agrícola, ganadera o metalúrgica. En este completo volumen sobre colonizaciones, A. J. Domínguez Monedero realiza un recorrido histórico a través del mundo fenicio, griego y romano por los distintos tipos de poblaciones coloniales, así como por los momentos históricos más importantes de cada una de estas grandes culturas antiguas, a fin de conocer el desarrollo de las colonias implantadas a lo largo y ancho de la cuenca del Mediterráneo.
El capítulo que abre la obra (“La conceptualización de la colonización en la Antigüedad”, pp. 9-26) comienza por explicar las acciones que acometieron fenicios, griegos y romanos y las diferencias respecto de lo que realizaron las modernas potencias europeas en los continentes africano, asiático y americano, agrupado bajo el término “colonización”. A pesar de que los unen algunos elementos, tales como el desplazamiento de poblaciones y la intervención de estructuras estatales, la mayor diferencia entre el mundo antiguo y moderno consiste en la independencia de la colonia antigua frente al total sometimiento del nuevo territorio en época moderna, cuando las colonias nutren al imperio.
Se inicia este recorrido histórico por los asentamientos del pueblo fenicio (“Los orígenes de la colonización fenicia”, pp. 27-50). Tras situar geográficamente esta civilización (así denominada por los griegos, pues eran quienes llevaban o comerciaban con la púrpura), dice el autor que las primeras incursiones fueron las llevadas a cabo por los cananeos, pero que no se adentraron más allá del mar Egeo; posteriormente, como consecuencia probablemente de la conocida como “crisis del 1200”, sí realizaron navegaciones a larga distancia. El interés fenicio por la colonización es puramente comercial y tiene como objetivo fundamental la extracción de metales de presencia escasa en el Levante mediterráneo (principalmente plata). La aparición fenicia en Huelva (el emplazamiento estable fenicio más antiguo, pues se han hallado joyas del siglo IX a.C.) llevó a los indígenas nuevas técnicas de cultivo, como la vid y el olivo, al tiempo que permitió a los foráneos la explotación metalúrgica. Por último, a partir de esos pequeños asentamientos portuarios, se decidió establecer en las regiones colindantes pequeñas poblaciones réplica de las ciudades fenicias para la mayor (y mejor) explotación.
El tercer capítulo tiene por objetivo describir las “Áreas de expansión colonial fenicia” (pp. 51-98). Será Gadir la primera colonia real del extremo occidental (Huelva sería, más bien, un asentamiento de explotación metalúrgica). El establecimiento en esta región no es un único recinto amurallado (si bien es cierto que el único de esas características, mencionado por Plinio al decir que Gadir significa “recinto amurallado”, es el Castillo de Doña Blanca), sino pequeños núcleos, en costa y tierra firme, a lo largo de toda la bahía gaditana. La otra ciudad aquí reseñada es Lixus, en la zona de la actual Larache (Marruecos), lugar en el que el relato mítico-tradicional ubicaría el Jardín de las Hespérides. Tras señalar dos centros fenicios de la Península ibérica (La Rebanadilla, descubierta gracias a las obras del aeropuerto de Málaga, y el Carambolo, un importante centro de culto fenicio), examina la zona del Mediterráneo central comenzando por la isla de Cerdeña, cuyos principales testimonios son el centro nurágico de Sant’Imbenia y la estela de Nora, uno de los más antiguos testimonios fenicios escritos, datada en el siglo IX. De Sicilia la pieza más destacada es la estatuilla de bronce de Sciacca, y la ciudad más antigua Motia, al sur de la isla. El enfoque del norte de África se aplica a la ciudad de Útica, la más antigua, que creció a la sombra de la gran Cartago, la colonia fenicia más importante de todo el Mediterráneo. A partir de las excavaciones, se ha confirmado que la segunda mitad del siglo VIII es la época de consolidación de su estructura urbana. Desde sus colonias, los fenicios iniciaron una expansión, a veces en forma de ciudades independientes, hacia territorios contiguos para expandir así su influencia, como sucedió en Gadir y Cartago. Gadir habría funcionado como centro impulsor para la creación de nuevos pequeños establecimientos (costeros e internos) destinados a la explotación de recursos (p. 94). En el caso de Cartago, además de las zonas colindantes, la mayor expedición fue la que se consumó con la creación de Cartago Nova, de la cual ciertamente tenemos abundantes noticias mediante fuentes clásicas a propósito de su toma por parte de los romanos.
El cuarto capítulo describe la labor inicial emprendida por los griegos (“La colonización griega en época arcaica”, pp. 99-130). Tras una breve introducción que subraya las primeras colonias griegas (Pitecusa y Cumas) y la recuperación de las polis tras el colapso de la civilización micénica, el autor aduce el factor catalizador que impulsó la expansión colonial, a saber, la formación de clases sociales muy diferentes entre ellas que llevaron a muchas personas a quedarse sin tierras que cultivar como consecuencia de la apropiación de las mismas por parte de la aristocracia. Esto empujó a rebeliones, lo que condujo a las clases imperantes a intentar una solución: realizar partidas exploratorias a otras tierras que pudieran ser cultivadas. Este fenómeno es el que se conoce como apoikía; el resultado final sería la formación de una ciudad independiente fuera de territorio griego sin subordinación a la metrópoli. El otro tipo de emplazamiento colonial griego es el emporion, un asentamiento comercial, de cierta permanencia, sobre el que los griegos no ejercen un control político, sino que las poblaciones indígenas les permiten mantener actividades mercantiles. No es, por tanto, una colonia con vocación urbana. Entre los mecanismos para la fundación de la colonia en el mundo griego, desde la polis se elegía un oikistés, un ‘fundador’ (solía ser un aristócrata) que, descontento con el reparto de tierras, montaba una partida y repartía a su llegada las casas en la futura tierra. Era el oikistés el encargado de la planificación urbana y quien iría determinando, conforme avanzara el asentamiento, las distintas magistraturas y los procesos de selección. De suma importancia era que la divinidad, por medio de los oráculos, se pronunciase sobre la conveniencia del establecimiento de la colonia. Respecto a la relación con los pueblos indígenas, uno de los escenarios sería la expulsión violenta de los indígenas tras enfrentamientos bélicos con los colonos; no obstante, lo más común era que se entablasen acuerdos entre autóctonos y colonizadores. Después de estos acuerdos, muchas de las colonias griegas querrán borrar dichos pactos con pueblos bárbaros, pues empañaban su pasado. En otros casos, por el contrario, como en el de la fundación de Marsella, el rey del pueblo indígena casó a su hija con el oikistés. Insiste acertadamente el autor al notar que entre metrópolis griega y colonia no existió un vínculo de sumisión o dependencia: los colonos que marchan eran ciudadanos de la polis que iban a establecerse a otro territorio con las mismas condiciones.
El siguiente capítulo se dedica a detallar la “Geografía de la colonización griega arcaica” (pp. 131-160). Comienza su descripción por el sur de la Península itálica, la bien conocida Magna Grecia, como primera área de influencia. Sin duda fueron los eubeos los primeros en adentrarse en este territorio, con la fundación de Pitecusas y Neapolis. En el caso de la isla de Sicilia se explica cada una de las colonias que fundaron las distintas ciudades griegas y la fuerte influencia que ejercieron sobre las poblaciones indígenas. El siguiente segmento geográfico de análisis es el Egeo septentrional: zonas ricas en metalurgia, ganadería y explotación maderera para la construcción de navíos. El autor se detiene en la región del mar Negro, donde fueron los habitantes de Mileto quienes más colonias fundaron (Plinio llega a mencionar un total de 90). En esta zona la población indígena más importante fue la de los escitas, que mantuvieron contacto con los griegos allí establecidos. En cuanto a la región del norte de África, destaca fundamentalmente Cirene y las subcolonias por esta fundadas. El autor aquí se sirve del testimonio de Heródoto, que es la fuente clásica que mejor cuenta la fundación de esta ciudad y sus avatares con el pueblo libio. A propósito del sur de la Galia y el Mediterráneo más occidental, se subraya la colonia de Masalia, que después fue fundando subcolonias dependientes de ella, llegando hasta la parte norte de la Península ibérica, en la actual zona de Rosas. Se cierra este capítulo con la enumeración de los distintos importantes conflictos surgidos entre las colonias en las regiones ya descritas (Magna Grecia, Sicilia, norte de África, Mar Negro, Egeo Septentrional).
En la parte dedicada a “La colonización griega en época clásica” (pp. 161-172), se indica en primer lugar que, a diferencia de la época arcaica, en el periodo clásico las grandes polis griegas empiezan a ver una fuente de ingresos en la explotación de las colonias que sus miembros desgajados fundaron, lo que supone un cambio en la mentalidad griega con respecto a lo que hemos visto, de modo que ahora ya sí se puede hablar de política imperialista, de explotación de las colonias en favor de la metrópoli. El primer caso que se estudia es el de Atenas con los establecimientos de Turios y Anfípolis. Se menciona, asimismo, la política espartana con la fundación de Heraclea Traquinia en el 426 a.C.
El último capítulo, dedicado al mundo griego (“La colonización griega en época helenística”, pp. 173-205), se inicia con la alusión, muy breve, a las políticas de Filipo II de Macedonia, el precedente de Alejandro Magno, que será el personaje en quien más se detenga. Primero ofrece el dato de las colonias que el gran general macedonio, según las fuentes clásicas, fundó, y comienza por hablar de Alejandría de Egipto. Se enumeran las distintas Alejandrías que el general implanta tras su victoria en Gaugamela, las más importantes y de las que se tienen datos históricos. De entre las fundaciones de los reyes helenísticos, destaca primero la labor de Seleuco I, quien daría origen al Imperio Seleúcida. Fue muy importante su labor colonizadora, pues dotó a las nuevas ciudades de soldados, en activo y veteranos, y de sistemas de gobierno democrático similar al ateniense (con un mapa se ilustra la ubicación de las colonias dentro del Imperio Seleúcida). Son descritos, asimismo, los procesos coloniales del Imperio Tolemaico egipcio. Se cierra este último capítulo de la colonización griega, antes de pasar al mundo romano, con una serie de consideraciones generales y corrigiendo algunas afirmaciones tenidas tradicionalmente por ciertas, como el hecho de que Alejandro tenía una intención helenizadora desde el punto de vista cultural, cuando, en realidad, el general macedonio quería establecer zonas griegas para mantener a raya el territorio conquistado.
El octavo capítulo trata del mundo romano (“La colonización romana en época republicana”, pp. 207-248). El propio concepto de colonia procede del verbo latino colere, ‘cultivar’, y hace referencia a que su habitante, el colonus, marcha con la intención de cultivar una tierra. Había, en principio, dos tipos de colonias: las de ciudadanos romanos (a las que Asconio se refiere como las de “Quirites”) y las colonias latinas. Las primeras eran una copia en pequeño de Roma y las moraban ciudadanos romanos, mientras que para las colonias latinas los futuros habitantes no tenían que proceder de la Vrbs. A partir del siglo IV a.C., que es la fecha en que se data la fundación de Cales, Roma irá aprovechando poblaciones ya existentes para darles el estado jurídico de colonias latinas. A partir del testimonio de Veleyo Patérculo, todas las fundaciones coloniales tuvieron lugar en suelo itálico, a excepción de Cartago, promovido por Cayo Sempronio Graco, cuyo proyecto se abandonó en el año 122. En el último apartado el autor se centra en el relato de los distintos pasos para el establecimiento de una colonia en el mundo romano: se nombraba una comisión de triunviros que por un periodo de tres años eran los encargados de fundar la colonia, fijaban el terreno para la urbs y el ager, los magistrados, se inscribía a los ciudadanos, se determinaba la construcción de la muralla y el reparto de tierras, etc.
El libro concluye con el capítulo “La colonización romana en el periodo de las guerras civiles y en época imperial” (pp. 249-271). En estas nuevas colonias, que solían llevar el nombre del general, se daba tierra a los militares veteranos. Después de Sila habrá que esperar a Pompeyo y César para ver nuevas fundaciones y será con Augusto cuando se afiance la fundación de colonias en las nuevas provincias. Conforme se avance en el Imperio, sería cada vez más frecuente promover al rango de colonia a ciudades ya existentes. Desgrana a continuación el autor los mecanismos de fundación colonial en época imperial, donde el colonizador era el emperador, pero, en realidad, era un delegado suyo el que llevaba a cabo las tareas organizativas. Estos fundadores eran los encargados de establecer las leyes, de las que no se conserva ninguna salvo la de Urso, la cual nos permite hacernos una idea de en qué consistían. Ya por último se pasa revista a las colonias romanas imperiales y se señala que a lo largo del siglo II d.C. dejaron de fundarse colonias y será sobre todo en la Anarquía Militar, tras la dinastía de los Severos, cuando se ponga fin a la colonización romana.
Terminada su exposición, Domínguez Monedero recoge una “Selección de textos” (pp. 273-303), con un total de 31 testimonios tomados de las fuentes literarias clásicas grecorromanas que tratan de fundación de ciudades, leyes coloniales, o descripción de territorios. Por último, se ofrecen, además del listado bibliográfico (pp. 321-325), diversos cuadros cronológicos de las colonias griegas y romanas (pp. 305-320), en los que se presenta información de diversa índole, como los nombres de las colonias, las fechas aproximadas de fundación, los materiales encontrados o los fundadores (en caso de conocerse).
La documentación utilizada es excelente, tanto relativa a la literatura clásica como procedente de investigaciones modernas, ofreciendo una muy completa panorámica de cómo fenicios, griegos y romanos expandieron su influencia por toda la cuenca del Mediterráneo. El detenido recorrido por las regiones y emplazamientos coloniales resulta notablemente relevador de los movimientos acontecido durante muchos siglos de expansión territorial de tres civilizaciones antiguas.
CITA BIBLIOGRÁFICA: I. López Martín, «Colonizaciones en el Mediterráneo antiguo», Recensión, vol. 12 (julio-diciembre 2024) [Enlace: https://revistarecension.com/2024/09/05/colonizaciones-en-el-mediterraneo-antiguo/ ]